La actual polémica en torno a la “investigación” en Bellas Artes está propiciada por un problema curricular que, en realidad, viene afectando a los estudios artísticos desde que estos se incorporaron a la Universidad. Es significativo que está situación, latente desde hace años, se presente ahora como un debate nuevo y urgente justo en el momento en que la I+D+i se ha convertido en la meta y el modelo del saber universal. Es decir, en el momento en que de ningún campo o disciplina académica cabe esperar una investigación que no este supeditada, cuando no determinada, por conceptos tan poco “científicos” –tan subrepticiamente ideológicos- como son la Innovación y el Desarrollo.
Al mal ajuste que los estudios artísticos han tenido desde siempre en la Universidad se suma ahora este nuevo e imperioso reclamo dirigido a todo tipo de saber: ¿qué puedes –qué sabes- hacer por la Innovación y el Desarrollo? Una pregunta que, como es obvio, va más allá del debate meramente académico y que ha situado a la práctica artística, de entre todas las disciplinas humanísticas, en la posición más difícil y contradictoria. Desde un punto de vista epistémico no debería haber ninguna objeción en pensar en el arte como un saber, como un tipo de saber-hacer, del mismo modo que también lo sería la tecnociencia. Pero el producir del arte se basa en la acción de mostrar, mientras que el producir tecnocientífico se sustenta en la efectividad y la demostración. La cuestión, en principio irresoluble, parece ser esta: ¿cómo puede demostrar el arte que aquello que sólo alcanza a mostrar -tal como le corresponde- sirve efectivamente a la nueva teleología de la Investigación –entendida como el sumando de la Innovación y el Desarrollo-?
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