“Las formas del pathos no son, en efecto, otra cosa que movimientos fósiles […] o fósiles en movimiento: de nuevo no hacemos más que hablar de síntoma en sentido freudiano. Cuando un síntoma sobreviene, es un fósil –una vida dormida en su forma- el que, contra todas las expectativas, se despierta, se mueve, se agita, se debate y quiebra el curso normal de las cosas. Es un bloque de la prehistoria que de súbito se hace presente. Es un fósil que se pone a danzar y hasta a gritar” (1). Es fácil comprender que la noción de fósil atraviese todo el pensamiento de Didi-Huberman. Al fin y al cabo, este discreto paradigma recoge el combate anacrónico sobre el que se forja todo el ideario de la imagen contemporánea, en un tiempo –ya labrado por el postestructuralismo- que plantea esa doble disyuntiva en la que se mueve la imagen: la explicitación y lo rechazado, el consumo y su lectura crítica, o lo que viene a ser lo mismo: la eficacia ecológica y la puesta en espectáculo de su forma más desbordante.
¿Cómo contribuir entonces al análisis detallado del comportamiento del imaginario si no es atendiendo sus luchas internas, hurgando en las tensiones que facultan la forma causal originaria, descubriendo el tejido pululante que intuye la sintomática naturaleza de la imagen –por tanto, también su descrédito- y, a un tiempo, la eficacia por des-velar cualquier atisbo de lo real que pudiera entreverse a modo de indicio, resto, accidente de la imagen?, ¿cómo entenderlo sino en el sentido de que, en cualquier caso, hay que pasar por revelar los poderes de la lógica del monstruo que descansa durmiendo como fósil pero se nos aparece gracias al movimiento resucitado que hace danzar el presente?
Si concebimos la corporalidad viva de la imagen como producto de esa tensión activa de la que hablamos (fósil, monstruo, doble disyuntiva, forma sintomática) quizá nos sirva examinar el movimiento oscilatorio que perpetra, ese balancear entre los terminales de tensión que hacen ir a la imagen de un lado para otro, ser leída transversalmente para volver siempre al mismo sitio: al vacío sobre el que se trenzó. Ese movimiento basculante es en suma una obscura danza que hipnotiza y plantea el trazo incierto e irregular que va a describir. La imagen se convierte entonces en un gigantesco columpio que actúa entre polaridades magnéticas que la atraen de lado a lado. O más bien, la imagen es producto de su propio columpiar, el resultado explícito de un vaivén continuado. Algo así como una forma exterior, los restos carnales de una batalla que acontece en el seno mismo de su prueba, que constituye su gramática más primitiva y misteriosa: su movimiento ininterrumpido.
El columpio oscila entre polaridades, pero no son polaridades fijas ni estables, sino que son puntos sensibles, orientaciones, tendencias centrífugas; tan móviles que permitirían a la propia dinámica basculante hacerse revolución, es decir, girar sobre si misma y elaborar la parábola que anhela. Así que no se trata aquí de examinar las estaciones por las que pasa ese columpio, sino, muy al contrario, entrever que esos supuestos espacios –puntos terminales de representación- son arrasados por la oscilación del mismo, son entornos fluctuantes que precisamente por ello permiten a la imagen reconvertirse continuamente, adquirir nuevas orientaciones, funcionar de manera dispar dependiendo del ejercicio de lectura que se facture, potenciar exégesis críticas en torno a su movimiento. Todo ello es una forma de entender la tensión basculante de la imagen-columpio, su contratiempo, el complejo doble entre atracción y rechazo.
Existe siempre -en todo momento- al menos, una polaridad doble, una primera contradicción que garantice el campo de tensión y el espacio crítico. Esta acción articulatoria gestiona el bascular entre naturaleza/cultura; fantasía/vértigo; síntoma/fondo; lectura/cuerpo, y hace posible que la imagen oscile, y oscila porque efectúa movimiento de vaivén entre estos terminales, a la manera de un péndulo o de un cuerpo colgado que se columpia y titubea, que vacila. Es de hecho una forma dinámica de entender las frecuencias por las que pasa y (se) atraviesa la imagen, como un modo honesto de advertir el campo estriado en el que opera y por el que batalla.
Este entorno se encarga de producir unos cuantos temas de interés, o al menos, puntos de atracción, que no dejan de ser los (micro)relatos que espera narrar la imagen y que acaba salpicando la iconosfera de contextos y asuntos, valores de contenido. Se supone que la precisión con la que progresivamente las políticas de la representación han operado, ha contribuido a ligar la discusión de la imagen (en su aspecto más significante), con el fondo y narración que ilustra (en su acepción de significado). Al final, terminamos inscribiendo la imagen en el campo de la semiosis y concibiendo su naturaleza análoga a la del signo, alimentando así la permanente obsesión que nos caracteriza: fundar –obstinadamente- el sentido contingente del término y con él, del mundo. Así que la imagen, ya como cuerpo de un engranaje semiótico mayor, sigue aquellas premisas de Roland Barthes, mostrándose demasiado ocupada en hacerse signo. Resulta, entonces, imposible vivir (imaginariamente) con ella; es necesario ahora extirparla de su comportamiento somático, de su valor erótico, y devolverla al campo de la expresión simbólica: basta con descifrarla o, más exactamente, con situarla en el sistema general de signos que hace que el mundo resulte inteligible, o sea viable. Desde ahí, el confort del lector alcanza su más alto grado: la imagen ha sido arrastrada hasta su terreno (convertida en letra potencial, exige ahora ser leída). Así que ya sólo es preciso reconocer los puntos que toca (esas polaridades sobre las que se columpia), y entenderlos como temas de la imagen, contenidos de la ilustración, en una especie de trazado por el que se puede encadenar la imagen. Y finalmente descubrimos que, a pesar de la multitud de discursos que promueve, bajo todos los locuaces símbolos que define y representa, la imagen (por encima de todo, tautológica) termina reuniendo la constelación de relatos a modo de una alegoresis primitiva que cifra –como tríptico original- todos los sentidos de sus contenidos en las polaridades de tiempo, cuerpo y muerte. Como si se tratara de un alfabeto básico, la imagen acaba muerta por su sentido, o más bien, incardinada al sentido de su muerte. Eso parece todo, el ropaje del que hay que despojarla para no pensar más en ella: los temas del cuerpo, el tiempo y –siempre finalmente- la muerte parecen construir las asociaciones únicas de la historia de las imágenes y fraguan un mundo estriado y crítico sobre le que se erige, por tanto, el valor fundamental de las expresiones simbólicas.
Sin embargo, si la imagen se columpia no es tanto por reestablecer un complejo código sígnico que le permita entrar en el orden general de lo simbólico y cultural, sino más bien, por pretender regresar a su estadio original, a su condición carnal, como objeto primero y último, como espacio significante y circular. El columpio reconocería así el comportamiento hormonal de la imagen, -no su intelectualización- y por tanto, las polaridades que la atraen dejarían de ser temas ilustrados para devenir accidentes, intervalos, cadenas flotantes que circulan sin palabra, sin letra, sin alfabeto. Existe aquí, así, una dimensión-estriaje que potencialmente agita la imagen-columpio y le otorga su espesor que le acompaña a lo largo de su proceso basculante, un espesor propio de la carne que es, de la cosa encarnada en la que ha devenido. Detenidos en los dos extremos sobre los que oscila, reconocemos la ambigüedad de sus polaridades y, por ende, de las líneas que conecta, las longitudes que activa. Esta es una ambigüedad que en primera instancia resulta productiva, algo así como una posibilidad arbitraria de venir a ser, de crecer entre figuras débiles y flotantes. Pero la ambigüedad de sus polaridades (de los temas sobre los que se columpia) termina siendo crítica, es decir, conectando espacios heterogéneos para situarse entre la escritura y su lectura (de cuerpo, tiempo, muerte). Al final, -entre esta ambigüedad y el carácter móvil que las une- resultaría que las polaridades no son tales, vendrían solo a constituirse como marcas de referencia, majanos, puntos de territorialización que garantizan la deriva. Ya no habría por tanto un enclave cerrado, pautado y circunscrito, no sería posible más ese espacio-cuerpo, espacio-muerte o espacio-tiempo; tan solo, a lo anterior, quedaría lo expresivo, es decir, la acción basculante entre esas polaridades (que las entenderíamos en adelante como medios), resultando un dibujo siempre hiriente –siempre activo- que trazaría el eterno ritornello, el movimiento perpetuo entre los medios que sustituiría el tema por la inercia, el espacio por la voluntad; es decir: el tiempo, cuerpo, muerte, por el devenir-tiempo-cuerpo-muerte. Ya no habría más que tendencia, velocidad angular, dirección tangencial del columpio.
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Quizá lo más llamativo de la acción basculante sea esa complejidad dinámica por la que se mueve. El columpio no solo oscila lateralmente –conectando o arrasando las temáticas ambiguas por las que pasa- sino que también oscila frontalmente, debatiéndose entre el mostrar y el ocultar, no tanto los valores de sentido que pone en escena, como su misma condición secreta. La imagen titubea entre mostrar y ocultar, porque alterna continuamente su condición: la imagen se muestra y se oculta a si misma; como la carne, aparece y desaparece, su naturaleza es parpadeante, intermitente. Cuando acontece, irradia de luz las zonas oscuras que tiñeron las relatos suspendidos en su oscilación, al modo de un fogonazo, de un Lichtung de Heidegger. Es una suerte de atisbo de apariencia, una existencia no sólo basada en la política dialéctica del mostrar/ocultar, sino en la inmanencia corporal e incuestionable de venir a ser. Pero la imagen no siempre está, por lo general, pulula entre su mostración y ocultación, y por tanto, condiciona la feliz naturaleza de sus relatos. De hecho, al dispersarse en multitud de orientaciones (frontales, laterales, diagonales), la imagen tiene algo de diabólico: se escapa en todas direcciones y, sobre todo, en dirección a su propio contrario, efectúa un largo viaje recorriendo el arco que dibujó, ahora hacia atrás, constituyendo una especie de significante contradictorio –como desdiciéndose- y formando una nueva compresión del lenguaje, re-articulando lo dicho, lo mostrado y expuesto, para seguidamente ocultarlo, silenciarlo y conformar un enantiosema, su propia negación. Aquí se factura una alta tensión interna de la imagen-columpio que tiene que ver con significar su máxima expresión y, a un tiempo, su más eficaz censura.
Con todo, la mayor tensión acontece entre la imagen y su lectura, pero no la lectura que hagamos de ella desde fuera, sino su lectura literalmente, es decir, la lectura que hace la propia imagen de sí misma cuando la arrojamos al mundo. Ahí se tambalea, busca una salida, lucha por un sentido: sobrevive. Ya desde el comienzo, intuimos que el vaivén es un movimiento estrictamente orgánico y vital. Por ello, la imagen se columpia también para re-significarse a través de la repetición, volcar su horizonte de expectativas previo (y habitualmente inalcanzado) y vaciarse para recargarse a continuación, como una batería, como un cuerpo plástico retro-alimentado, una forma expresiva sin cuyo eterno ciclo de energía combinatoria (positiva y negativa) no podría sobrevivir. Y tiene esto que ver con el sentido menos alegórico de supervivencia, tiene que ver con el sentido más literal, con su aspecto más orgánico y primitivo: la imagen necesita columpiarse para devenir. Es aquí donde se constituye en su condición de animalidad, donde efectúa contorsiones orgánicas y advierte su fuerza interna, casi diríamos su pulsión. Y ocurre en una dimensión comunitaria, con una precisa necesidad de transmisión, de comunicación que –paradójicamente- solo alcanza apartándose de la apología de los relatos, de su semiosis, de su primera e inocente tarea ilustrativa. Despojada de su papel lingüístico, solo ocupada en hacerse carne: la imagen puede llegar a decirlo todo.
Desde Buchloch sabemos que “la repetición del acto original de vaciamiento y la nueva atribución de significación redime al objeto”. Así que, animada y objetivada, la imagen plantea casi una discusión moral, siempre política por cuanto ocupa un debate en torno a la liberación de sus formas, a su misma supervivencia. La redención figura como marca original de la imagen, una suerte de destino fatal, un pecado que admite y del que intenta continuamente desprenderse. Quizá por ello, la imagen busca en cada oportunidad vaciarse para re-contextualizarse, hallar una nueva lectura no tanto para volver a cobrar un significado refrescante sino para descubrir siempre su posibilidad de volver a empezar, partir de cero, recobrar su vacío original. En sístole y diástole, la imagen bombea para redimirse.
Por lo general, tendemos a estudiar la imagen como fruto de un entramado semiótico, algo así como el producto más sofisticado que ha podido llegar a producir el capital humano; nos apenamos por su instrumentalización o la culpamos de sus excesos. Pero al fin, acabamos inscribiéndola en el aparato lingüístico del hombre (ella es la síntesis de todo discurso, devenida letra, grafía mínima), cuando, de facto, nos reclama desde su nacimiento un reconocimiento humanitario, por tanto, más carnal y traumático. Es ahí donde la imagen tenderá a incardinarse naturalmente con el discurso, donde explorará sus propias capacidades que la llevarán a la escritura del desastre o a su sacralidad. Pero para ello, debe devenir animal, forma plástica viva, retorcida, vibrante, y por tanto, contradictoria, compleja, es decir: aún más humana. Al fin y al cabo, se halla inmersa en una voluntad de supervivencia global, que afecta a la imagen como cuerpo inscrito en la organicidad general –allí donde nosotros reposamos. Casi parafraseando a Brea, diríamos que, de esta forma, todo empleo basculante de los lenguajes de la imagen está, antes que nada, afirmando el propio carácter basculante de todo uso de lenguaje. Toda escritura del columpio es así, y antes que ninguna otra cosa, columpio de la escritura, de la lectura, del discurso. Un titubeo contagioso.
Mirar la imagen a los ojos, advertir sus faltas como propias, hablarnos desde la sinceridad del relato fallido, reconocer la necesaria transferencia en su análisis. Allí nos lo podrá decir todo, allí entenderemos su forma de columpiarse, el ritornello al que se encuentra condenada, a esa dinámica que avanza pero intuye lo infructuoso de su promesa. Regresa insistentemente de un modo obstinado y errático. Al final, esta oscilación solo produce un ritmo, una lucha interna que se establece entre su voluntad de describir los relatos más precisos y la misma fuerza de gravedad que tiende a paralizar cualquier dinámica interna, a equilibrarla hasta el agotamiento de su espacio crítico. La oscilación va generando así un ritmo propio de un leit-motiv, es decir, una especie de gesto reconocible, como una seña de identidad que la distinguirá de las demás, que usará como articulación de sus acrobáticos movimientos. El leit-motiv de la imagen construye una morfología, una tendencia a la solidificación, a la consolidación de las formas que repite. Este programa del movimiento oscilatorio instaura una especie de estratigrafía donde descubrimos en ella una doble inclinación hacia el interés perpetuo por el dinamismo –por un lado-, que la empuja a seguir alimentando las fuerzas internas que hacen posible el bascular y el columpiar; pero sueña –por el otro lado- con aceptar la consagración de las formas, atender la pasión de la morfología. Esta paradoja –su ambición- tiene que ver con el hecho de que, transversal y repetitiva, casi musical, se empecine en reiterar su dinámica, la curvatura ideal que dibuja, el arco que describe incesantemente, pero sobre el que no se ha podido fijar jamás una forma. La imagen ha rehusado endurecerse o cristalizarse.
Desde allí, convertida en la dynamis de un “movimiento fósil” a la manera de Warburg, combina la congelación de su presentaneidad con la continua transformación, con su lucha en tiempo real. Es entonces cuando la imagen produce una erosión, una depresión en el tejido del devenir. Deja de ser un código adscrito para facturarse como la apertura de una constelación de las posibilidades que alberga. Es algo así como un residuo vital, el resto accidentado que se ha destilado de toda esta discusión en torno a la imagen, el columpio y sus polaridades magnéticas, su tendencia lingüística a la representación. Pero, ¿por qué lucha la imagen?, ¿cuál es el motivo o el propósito de su permanente oscilar?
En última instancia, parece que la imagen alimenta su fuerza interna –de ahí que se torne en un gigantesco columpio y no en un péndulo, pues posee musculatura propia que la anima a bascularse- por el mero hecho de que intuye una pausa, una especie de paréntesis. La oscilación de la imagen-columpio tendría todo que ver con aquel punto que marca la separación entre el avance y el retroceso de su balanceo, así que ya no incentivaría su incesante movimiento per se, sino que buscaría cada vez con más fuerza ese momento de suspensión, el punto pre-lógico en el que es posible su vaciamiento, en el que puede llegar a entrever apenas un atisbo de lo real. Si en el recorrido que efectúa a lo largo de su bascular –tanto para delante como para detrás- diseña cada una de las posibilidades de representación, dibujando espacios propositivos en su avance, y desdiciéndolos en su retroceso, el instante entre estas corrientes direccionales ni siquiera llegaría a ser un espacio, por tanto, no estaría sujeto a representación. Sería tan solo un punto sensible, una pausa así de las políticas ilustrativas, una membrana articulatoria. Sería el punto imposible de lo irrepresentable, sólo allí, donde el cuerpo es capaz de des-prenderse. Quizá por ello la imagen se bata en duelo con ella misma, luche por su supervivencia y zafe sus culpas evitando la quietud y permaneciendo en continuo movimiento. Tal vez se trate tan sólo de eso, de intentar alcanzar –acaso rozando con las yemas de sus superficies- aquella cuña que en física se reconoce como el omega-cero (?=0). Toda la política del columpio pasaría entonces por lograr la posición angular de desviación máxima y acoger el punto sensible del omega-cero, el instante irrepresentable que ni siquiera es un espacio, pues no ocupa nada. Es previo a la linealidad euclidiana; es la posibilidad cero, el aquí, el acontecimiento irrepresentable.
Al fin y al cabo, la imagen no sólo oscila y titubea, sino que se columpia, vacila, se ensimisma y recrea. Vaci(l)ar aparece así como una forma de vaciar, de purgar, de des-lastrar; es un modo de reconocer el punto sensible, la energía total reducida a omega-cero, y a un tiempo, la lanzadera del cuestionamiento de los tiempos primeros: ¿quién inició el movimiento primitivo del oscilar del columpio?, ¿dónde y cuándo ocurrió ese acontecimiento?
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(1) Didi-Huberman, Georges, La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, Madrid, 2009:304. Abada Editores
[ * ] El presente texto ha sido redactado a propósito de la exposición EL COLUMPIO ESPAÑOL (octubre 2011 – enero 2012), celebrada en Galería de Arte Ascaso, Caracas, Venezuela, con la participación de los artistas Adrián Alemán, Teresa Arozena, Gonzalo González, Beatriz Lecuona y Óscar Hernández, y la curaduría de Roc Laseca.
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