La actual polémica en torno a la “investigación” en Bellas Artes está propiciada por un problema curricular que, en realidad, viene afectando a los estudios artísticos desde que estos se incorporaron a la Universidad. Es significativo que está situación, latente desde hace años, se presente ahora como un debate nuevo y urgente justo en el momento en que la I+D+i se ha convertido en la meta y el modelo del saber universal. Es decir, en el momento en que de ningún campo o disciplina académica cabe esperar una investigación que no este supeditada, cuando no determinada, por conceptos tan poco “científicos” –tan subrepticiamente ideológicos- como son la Innovación y el Desarrollo.
Al mal ajuste que los estudios artísticos han tenido desde siempre en la Universidad se suma ahora este nuevo e imperioso reclamo dirigido a todo tipo de saber: ¿qué puedes –qué sabes- hacer por la Innovación y el Desarrollo? Una pregunta que, como es obvio, va más allá del debate meramente académico y que ha situado a la práctica artística, de entre todas las disciplinas humanísticas, en la posición más difícil y contradictoria. Desde un punto de vista epistémico no debería haber ninguna objeción en pensar en el arte como un saber, como un tipo de saber-hacer, del mismo modo que también lo sería la tecnociencia. Pero el producir del arte se basa en la acción de mostrar, mientras que el producir tecnocientífico se sustenta en la efectividad y la demostración. La cuestión, en principio irresoluble, parece ser esta: ¿cómo puede demostrar el arte que aquello que sólo alcanza a mostrar -tal como le corresponde- sirve efectivamente a la nueva teleología de la Investigación –entendida como el sumando de la Innovación y el Desarrollo-?
Estos dos párrafos vienen a sintetizar, como tentativa inicial, mi posición con respecto al tema que Yaiza Hernández nos planteó en el encuentro del pasado diciembre. De hecho constituyen el resumen que por entonces le envié como presentación de mi ponencia. Desde entonces he podido revisar con más detenimiento el bullicioso y, en no pocas ocasiones, sorprendente debate que se ha abierto en estos últimos años sobre la especificidad de la investigación artística[1]. Y aunque el encuentro no estaba centrado en la cuestión de la enseñanza en Bellas Artes, las nuevas lecturas han reafirmado mi convencimiento de que la educación artística (los saberes y habilidades que cabe exigirle a un joven que quiere ser artista) ha venido a constituirse en un nudo gordiano desde el que abordar las paradojas y contrasentidos tanto de la nueva universidad como del arte actual. Pero no es este el lugar ni el momento para desarrollar esta perspectiva en profundidad. El presente texto pretende retomar algunas de las cuestiones abordadas en las citadas jornadas. Su intención no es otra que la de ofrecer una primera propuesta de trabajo y un acercamiento provisional a la intrincada red de problemas que allí se plantearon.
Empecemos, en primer lugar, con las dificultades por las que atraviesa el arte en la Universidad. Desde un punto de vista académico, el arte ha venido a constituirse en piedra de toque de la violencia con que la homologación del espacio de enseñaza europeo ha derivado en la uniformidad de un modelo de saber que tiende a ser exclusivista, cuantificable en sus resultados y abiertamente mediatizado por sus fines (políticos y económicos, como es obvio). De entre todas las disciplinas humanísticas la del arte –ligada inevitablemente a un modelo de experiencia- es la que más se resiste a ser abordada como un conocimiento intelectual específico, transmutable en una información o comunicación conceptual –discursiva- y evaluable de un modo mensurable –mediante criterios objetivos y universales-. Como es evidente, la primera distinción que habría que establecer aquí es la que separa a un estudiante universitario de un artista, pero aún asumiendo que lo que se evalúa en un estudiante no es lo mismo que se debe valorar en un artista lo cierto es que en ninguna otra Facultad ha resultado, y sigue resultando, tan problemático establecer criterios convencionales sobre algo tan elemental como qué es o qué debería ser una tesis propia.
Por lo que respecta al arte como disciplina –si es que puede hablarse del arte en estos términos-, sus vías de transmisión y sus criterios de valor, su formación discursiva, a diferencia de lo que ocurre con otras disciplinas universitarias, dependen más del mundo exterior, de lo que Danto llamó en los años 60 artworld, que de la sanción jerárquica del claustro. Lo significativo es que en las últimas décadas el arte más celebrado entre los connaisseurs, o cuanto menos una parte muy revelante del mismo, ha heredado de la fase final de la vanguardia, del conceptualismo entendido en sentido amplio, una marcada predisposición hacia el discurso teórico y hacia la autoconciencia de las implicaciones ideológicas de su propia práctica. De manera que hoy asistimos a la siguiente paradoja: mientras en la Universidad los docentes experimentan como una demanda urgente –como una carencia problemática- el agenciarse de un corpus teórico definido, equiparable al de otras disciplinas y del que dependerá su futuro profesional; en el artworld, en el sector más representativo del mismo, lo que prima entre artistas, críticos y comisarios es una marcada y asertiva intelectualización del hecho artístico –un exceso no problemático de pensamiento especulativo-, que hace descansar la capacidad de convicción de las obras en una profusa –y en no pocas ocasiones confusa- retórica teórica.
Para ser realistas, y para añadir más complejidad a la situación, habría que insistir en que también en las Facultades y Escuelas actuales conviven modelos o visiones muy diversas del hecho artístico. En algunas de ellas una parte importante del profesorado proviene de las prácticas tardovanguardistas de los años setenta y ochenta. Y entre la plantilla docente hay también acérrimos partidarios de la investigación artística entendida como practice-based research. Pero esto no afecta en lo sustancial a la paradoja que acabamos de exponer. Sean partidarios o no del arte como investigación los universitarios, al contrario que críticos, artistas y comisarios, se ven en la tesitura de tener que explicar de manera razonable a sí mismos, a sus colegas, y a la propia burocracia universitaria, en qué consiste esa especificidad. Una cuestión que, a pesar de las promesas de masteres y programas de doctorado ofertados bajo el nuevo lema de la research, permanece envuelta en la polémica.
Este paradójico estado de cosas se hace especialmente evidente por lo que respecta a los usos del término investigación. Es un hecho constatable que la palabra research se ha constituido en el principal reclamo -y en la principal exigencia- de las numerosas convocatorias dirigidas hoy desde distintas instancias a los jóvenes estudiantes o graduados en arte. Por lo general, se trata de un uso metafórico o, lo que es peor, naturalizado, de lo que se entiende por tal en los ámbitos científico y humanístico. No resulta evidente, en absoluto, que la función o finalidad del arte haya sido nunca ni sea en la actualidad la de investigar: es decir, tal y como se entiende en el medio académico, la de contribuir a un conocimiento razonable del mundo. Todas las disciplinas universitarias, incluyendo entre las humanidades a la Historia del Arte o la Estética, podrían hacer suya esta tarea sin mayores objeciones –bien es cierto, que desde posiciones teóricas muy diversas, así como metodológica o políticamente incompatibles-. El problema es que así como se puede decir sin violentar su realidad histórica que el arte produce conocimiento, resulta muy problemático afirmar que ese conocimiento sea del mismo orden que el de un saber razonable (es decir, que pueda tener un valor demostrativo, que dependa de su eficacia o que venga a corroborar o falsar la validez de una hipótesis). Se trata de una diferencia básica pero fundamental. Cuando hablamos de conocimiento en general, no estamos excluyendo ningún modo de experiencia –se puede conocer la razón de las cosas, pero también se puede conocer a alguien, un lugar, a uno mismo, etc-. Sin embargo, cuando adjudicamos al arte un modo de conocimiento concebido como un saber fundado –aunque sea presuntamente- en un método o sistema razonable –demostrativo-, al hacerlo eliminamos de un plumazo toda posibilidad de mediación artística, en especial el carácter radical y necesariamente procesual de la experiencia que le es propia: a saber, el hecho de que su sentido no descansa en unos supuestos predicados artísticos –comunicables-, sino en aquello que ocurra en el proceso de su propio acontecer, en aquello que toda obra sólo puede mostrar o dar a conocer en acto. Eso que se muestra en la experiencia que hacemos de la obra no puede ser traducido ni transcrito, como si se tratara de mera información conceptual, fuera de la situación –del presente temporal y espacial- y de los elementos materialmente significativos que la conforman[2]. Si convenimos que la autonomía del arte sigue siendo un fait social –y no hay ningún indicio en el artworld que invite a pensar lo contrario-, este carácter radicalmente eventual –como evento y como provisionalidad- del “conocimiento” artístico vendría a constituirse en el principal dispositivo diferenciador entre la experiencia artística y la extrartística. Una diferencia especialmente pertinente para evitar confundir lo que se puede entender de manera razonable, según prescriben las disciplinas universitarias “tradicionales”, con aquello que se puede entender por medio del arte: frente al saber del discurso razonable el saber artístico no nos ayudaría a comprender algo distinto, es decir, un contenido específico diferenciado pero equiparable al de otras disciplinas, sino de otro modo, es decir, por medio de una experiencia actual (y, en consecuencia, inevitablemente corporal) que supone de hecho una negación y subversión del discurso de la razón metódica. Esta insalvable diferencia epistémica es la que siempre ha obligado a la enseñanza artística, desde su reciente incorporación a la Universidad, a mantenerse en un delicado y forzado equilibrio. Una frágil posición que no ha hecho sino extremarse en sus contradicciones con el nuevo Plan Bolonia.
Hay algo de perogrullesco en esta defensa de la singularidad del arte. En apoyo de la distinción que de manera esquemática acabamos de esbozar podríamos traer a colación, siempre en su trazo grueso, posiciones estéticas tan diversas como, entre otras, la Teoría Crítica de Adorno, la Hermenéutica de Gadamer, la Analítica de Wittgenstein, la Deconstructiva de Derrida, así como la teoría de la imagen anacrónica de Didi-Huberman, los análisis pedagógicos de Thierry de Duve o el concepto de cuerpo-medio de Belting. Por lo demás, se trata de una diferencia a la que apela el sentido común de cualquier artista o aficionado: una obra puede interpretarse como si fuera un discurso, pero de ello no cabe deducir que pueda ser reducible a enunciados discursivos. Sea el individuo en cuestión consciente de ello o no, esta particularidad irreductible se debe a que en toda obra se quiebra la relación automática y codificada entre signo y significado –una automatización, por cierto, sin la cual no se podría comunicar el saber de ninguna de las disciplinas universitarias “tradicionales”-. Lo que se abre a la comprensión en una experiencia artística descansa en esta quiebra y en este proceso desautomatizador que le es inherente.[3] Aquello que se aprende en ella no depende de ningún contenido predicativo, sino de la ambivalencia radical de su sentido actual, de esa oscilación irreductible –e irresoluble- entre la claridad del significado y la opacidad de la materia (o dicho de otro modo, esa oscilación irresoluble, siempre en suspenso, entre lo intelectual y lo somático). Pero todo apunta a que en el presente existe una voluntad generalizada por soslayar y minimizar esta diferencia que venimos planteando. Y el principal síntoma de este nuevo estado de ánimo sería el proceso de naturalización –inevitablemente ideológico- que en el ámbito del arte viene sufriendo el término investigación.
Nos encontramos aquí con tres elementos interrelacionados que contribuyen a esa naturalización del término y al acrecentamiento del síntoma. En primer lugar, la herencia del carácter autorreflexivo propio de la fase vanguardista, una tendencia que fue llevaba a su extremo en su fase final. A medida que avanzaba el siglo pasado se fue haciendo cada vez más evidente la necesidad de una legitimación teórica de las obras ya fuera por parte de los propios artistas o de los críticos afines. Lo que estaba en juego, como en toda exigencia de legitimación era, ateniéndonos a su acepción legal, un problema de autentificación. Desde un punto de vista histórico es evidente cómo, en los últimos sesenta y primeros setenta la credibilidad de una obra, su efecto de autenticidad, descansaba en gran medida en la capacidad de convicción teórica –retórica- que la justificaba. Lo destacable es que tras la despotenciación del mito vanguardista esta exigencia de legitimación ha seguido ejerciendo como dispositivo de autentificación abstraído del horizonte que entonces le otorgaba sentido.
En segundo lugar, y en paralelo con lo anterior, nos encontramos con otro factor más general de orden epistémico. En el marco de la crisis de los mitos modernos y de los consiguientes debates postmodernos, se desarrolló una nueva querella en torno a la validez de las disciplinas humanísticas tradicionales. Esta subversión teórica, cuyo ejemplo más notorio en nuestro campo sería la creación de la visual culture o visual studies, se postulaba como un intento de superación de las limitaciones metodológicas e ideológicas de la Historia del Arte. El desarrollo de esta y de otras nuevas ramas de enseñanzas, especialmente en el ámbito anglosajón, han tenido el efecto positivo de obligar a replantear algunas de las categorías y principios disciplinares, pero ha contribuido también a una pérdida autocomplaciente del rigor académico bajo la premisa de la transdisciplinareidad y la transversalidad. Esta laxitud o debilidad de orden epistémico ha favorecido en el campo académico la hibridación de diferentes discursos con resultados desiguales, pero por lo que respecta a la actividad artística, ha venido a alimentar, desde la misma institución universitaria, la ambición holística propia de todo artista en ciernes. En este sentido, la transgresión institucionalizada de los límites disciplinares puede interpretarse también como una invitación –legitimada- al artista para que se sienta libre de usar, de manera experimental, cualquier modelo epistémico.
En tercer lugar, nos encontramos, como ya hemos indicado, con el problema curricular. La investigación artística hoy es en buena medida una exigencia sobrevenida por la vinculación de la enseñanza artística a la Universidad, así como por el nuevo modelo de saber basado en el I+D+i por el que se rige.
La investigación como instancia legitimadora
Detengámonos en esta aparente contradicción entre el arte y sus discursos legitimadores. Puede decirse que con la progresiva “conceptualización” del arte el papel de la teoría ha pasado a percibirse, a un tiempo y de manera inevitable, como una carencia y como un exceso. Carencia porque siendo la investigación el principal problema teórico que plantean hoy la Institución y la Academia nadie sabe a ciencia cierta en qué puede consistir; exceso porque, a su vez, todo el mundo parece dar por supuesta su existencia. Pero el hecho de que esta ambivalencia haya pasado a primer plano en la actualidad, en gran medida a causa de los debates curriculares en el marco del Plan Bolonia, no debe llevarnos a engaño. Una primera propuesta de trabajo podría quedar establecida como sigue: la percepción paradójica del papel de una teoría legitimadora en el arte -su naturaleza excesiva y carencial- es consustancial a la modernidad, y se evidencia como problemática desde el mismo inicio del proceso de su autonomía.
A la arquitectura “visionaria” del XVIII que, de una manera explícita, pretendía transparentar en sus formas los principios abstractos de la razón se la conoció al poco tiempo como architecture parlante. Era una manera irónica de referirse al efecto extravagante que producían aquellas construcciones que se comportaban, que se ofrecían a la mirada, como si se tratara de enunciados graves y grandilocuentes. Las formas de un edificio no sólo parloteaban de manera tautológica sobre la función a la que se encontraba destinado, sino sobre todo decían a voces el discurso –la “metafísica arquitectónica”- que lo legitimaba. Una doble valencia autorreflexiva que, no hay que insistir en ello, guarda un manifiesto aire de familia con el arte de las vanguardias, en especial, con el de su fase última y más extremada en la década de los sesenta. Claro que en las postrimerías del mito moderno, a diferencia de lo que ocurría en su fase embrionaria, el recurso al enunciado tautológico y a la legitimación “filosófica” pasó a constituirse, por derecho propio y sin necesidad de más mediaciones, en obra final. Nunca se había visto un cubo, un objeto utilitario, un gesto cotidiano, un dato informativo o una superficie monocroma, incluso al vacío y al silencio, platicar de aquella manera. Cualquier cosa podía decir en su forma lo literalmente obvio al tiempo que al hacerlo apelaba a las grandes categorías universales. Aquella primera arquitectura parlante sólo era un aviso del modo en que dará por concluido su ciclo el arte “revolucionario”, como burdas y herméticas ideas parlantes. En nuestros días ya no resulta extraño que las obras parloteen sin cesar sobre sí mismas y su “metafísica”, pero lo que chocaba antaño de aquella severa pretensión de elocuencia “utópica” era, precisamente, comprobar el modo en que las figuras se plegaban, instrumentalmente, a una explícita voluntad comunicativa, el modo en que el conjunto permanecía supeditado a unas ideas superiores que, paradójicamente, deseaban exhibirse en su propia desnudez. Lo que entonces sorprendía, en definitiva, era esa suerte de exhibicionismo teórico que llevaba a las obras a convertirse en la transcripción expresa de una nueva –y universal- doctrina de la arquitectura.
Es cierto que aquellos arquitectos “revolucionarios” se vieron atrapados entre dos épocas, sin embargo el efecto cómico o ridículo que ya producía entre los contemporáneos sus excesos “metafísicos” no deben interpretarse como una simple cuestión de cambios de gusto. Aquella sobreabundancia teórica era entonces, como ahora, síntoma también de una carencia. De una borradura. La que resulta de hacer tabula rasa para reescribir de nuevo los principios fundacionales y universales del arte del futuro. Por eso resulta tan significativa la historia de su recepción. Sepultados en el olvido por la ironía romántica y el eclecticismo pragmático del s.XIX, no fueron recuperados hasta que Emil Kaufmann acierte a situarlos, precisamente en los años 20, como precursores del estilo moderno internacional. El futuro, finalmente, se los tomó en serio, la vanguardia moderna del periodo de entreguerras supo extraer, por primera vez, las consecuencias premonitorias de aquellas formas que con tanta elocuencia exteriorizaban su filosofía. No deja de ser significativo que Ledoux, el más representativo entre aquellos arquitectos que hacían “hablar a los muros”, se granjeara la fama de “ilegible” tras la publicación de su gran legado teórico, L’Architecture, y esto precisamente por las dificultades “conceptuales” de su lenguaje.[4] Al parecer, era más sencillo que las paredes hablaran sobre los universales, que explicar con claridad en un discurso razonado las nuevas categorías “de todos los géneros de edificios conocidos en el orden social”. Ya lo hemos visto, exceso de teoría por un lado y, de otro, carencia. Salvando las distancias –que, en este caso, son considerables-, Kosuth vendría a ser en el s. XX el caso más paradigmático -y extremo- de un artista de contenido deliberadamente filosófico en su práctica que, de manera paradójica –o consecuente, según se mire-, resulta de igual manera “ilegible” conceptualmente.
A cualquiera que esté familiarizado con el arte contemporáneo no le resultará difícil rastrear hasta hoy mismo, con la debida articulación histórica, esta contradictoria relación del artista –o de las obras- con su discurso de justificación teórica. Por lo que respecta al siglo XX sería problemático pretender más bien lo contrario, localizar alguna figura verdaderamente influyente en la que no se produzca de manera palmaria esta discordancia. El problema no estriba, como es obvio, en la mayor o menor capacidad del artista para reflexionar por escrito sobre su obra, ni tampoco atañe, por supuesto, a una supuesta y burda distinción entre teoría y práctica. Si hemos traído a colación el ejemplo de los arquitectos utópicos es precisamente porque en su caso, especialmente en la obra y proyectos de Ledoux, se hace manifiesto que son las obras las que empiezan a resultar “parlantes”, expresión consciente de un determinado, y pretendidamente original, discurso arquitectónico. Lo que resulta una novedad de época es la necesidad generalizada de legitimación doctrinaria a la que se ve abocado el arte en la era de su autonomía. Es la cesura fatal que resulta de la conversión de la Naturaleza en Historia. La decapitación de Luis XVI marcaría ese paso definitivo de una sociedad fundada sobre la Naturaleza a otra fundada en la Historia. En el arte este paso supone una relación nueva con el pasado: el oficio ya no se transmitirá por tradición de un artista a otro bajo la supervisión de la Academia, sino que su legado comienza a verse mediatizado –y, en buena medida, cortocircuitado- por el surgimiento de la conciencia histórica, por los discursos dominantes de esas dos disciplinas incipientes que son la Historia del Arte y la Estética. Como templo de la memoria histórica, el Museo pasará a constituirse en el depositario de los valores artísticos. La desubicación de las obras, su desarraigo y reordenamiento según los modernos modelos de saber, es el paradigma de esa nueva relación con el pasado, mediatizada por el discurso reflexivo y por la recién bautizada experiencia estética –como cara y cruz de un mismo fenómeno-.
Hegel supo verlo en su momento con una lucidez premonitoria, la proliferación de la reflexión conceptual sobre arte era indicativa de que éste ya no desbordaba de vida la cultura a la que pertenecía, de que el “imperio de lo bello” había entrado en su era póstuma. Bien es cierto que de todo esto hace ya dos siglos, en realidad, poco más o menos el tiempo que hace desde que se instituyó el sistema de las Bellas Artes. Pero de eso estamos hablando, de los problemas que entraña una investigación –que se sobreentiende reflexiva y razonable- en nuestras actuales Facultades de Bellas Artes. Si nuestra propuesta inicial tiene base histórica, de ella cabe deducir que esta relación paradójica entre arte y teoría (como doctrina o sistema conceptual que legitima –autentifica- “razonablemente” las obras) es consustancial al propio desarrollo del sistema de las Bellas Artes. Un sistema que aún permanece en parte vigente en el ámbito académico, a pesar de que entró en crisis ya por la década de los sesenta.
La investigación como evidencia
A la separación entre géneros propia de los inicios de la modernidad, le siguió, en el periodo vanguardista, la distinción entre los medios de los que se valen las llamadas “artes plásticas”. Pero el sistema de las Bellas Artes, sustentado primero en la especificidad de los géneros y después en la de los medios artísticos, no perderá su vigencia hasta el momento en que la idea del “arte en general” se haga convincente y dominante.[5] La figura de Duchamp, y sobre todo su recepción en los sesenta, asume el protagonismo de este cambio de paradigma que supone la pérdida irremediable de los límites entre las artes –de los límites del arte-.
La infinitud a la que éste se ve abocado desde entonces es la que llevó a Adorno a iniciar su Teoría Estética, hacia finales de la década, con aquella célebre declaración sobre su falta de certeza. Merece la pena volver a leerla atentamente:
Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia. El arte todo se ha hecho posible, se ha franqueado la puerta a la infinitud y la reflexión tiene que enfrentarse a ello. Pero esta infinitud abierta no ha podido compensar todo lo que se ha perdido en concebir el arte como tarea irreflexiva o aproblemática. La ampliación de su horizonte ha sido en muchos aspectos una auténtica disminución.[6]
A esta sentencia, con esa primera frase paradójica e intempestiva –es evidente que nada es evidente-, debemos otorgarle un carácter epocal, testimonia el momento de despegue definitivo del arte hacia la libertad infinita. Aunque su carrera hacía lo ilimitado había empezado mucho antes, por lo menos desde la época en que comienza a concebir su tarea como la expresión de ideas o pasiones sublimes –“metafísicas”-. Pero lo destacable para nuestro tema, más allá de que suponga una declaración tácita del desplome del sistema de las Bellas Artes y del discurso estético que lo acompañaba, es su insistencia en eso “que se ha perdido” al dejar de concebirse el arte como una labor no reflexiva ni problemática. Es decir, aquello que se abandona cuando el arte deja de ser un oficio percibido culturalmente como algo evidente en sí mismo. A todas luces con quien está aquí dialogando entrelíneas es con Hegel, al que citará expresamente poco más adelante para atribuirle el mérito de haber despertado al arte de su ingenuidad. Lo significativo es que lo hará para lamentarse de inmediato de un nuevo modo de ceguera propia del arte emancipado: “ahora el arte venda sus ojos con una ingenuidad al cuadrado al haberse vuelto incierto el para-qué estético”.[7] Esta ingenuidad de segundo orden, no presupondría, como la primera, una falta de reflexión, sino que, según se deduce de su argumentación, sería un nuevo modo de ingenuidad surgida dentro del horizonte autorreflexivo que recorre todo el arte de la modernidad y que habría terminado, por entonces, socavando sus propios presupuestos. “La autonomía”, asegura, “comienza a mostrar signos de ceguera”. Resulta tentador pensar que con aquel despertar de la ingenuidad y con esta nueva caída se cierra un ciclo: el que comienza con la denuncia de un exceso de reflexión y termina constatando hacia 1970, en el final de la vanguardia, por causa -o a pesar- de ese mismo movimiento reflexivo, una nueva forma de ceguera: la que extrapolando su argumentación nos atrevemos a denominar como ingenuidad reflexiva o teórica. Lo significativo es que este nuevo modo de ingenuidad –que tiende hoy a percibirse culturalmente como evidente-, es propia del momento histórico en que el arte mismo ha dejado de ser evidente, es decir, se ha visto obligado a revolverse contra su propio concepto llegando a convertirse en “algo incierto hasta en sus fibras más íntimas”. Ya hemos visto cómo aquello que el arte pierde al abandonar su estado de ingenuidad cultural no puede ser compensado en su fase de autonomía, pero a esta pérdida se vendría a sumar ahora otra nueva que atañe a la posibilidad misma de lo artístico. Bien es cierto que aquello que en el arte se debilita o desaparece resulta compensado mediante el engrosamiento y la expansión, justo por aquellos años, de la institución arte. El “concepto” de arte languidece, pero su institucionalización y, en consecuencia, sus dispositivos de legitimidad social, se fortalecen. No es de extrañar que en la misma etapa en que nos enfrentamos a la enorme dificultad de dar cuenta desde el pensamiento reflexivo ya no de los significados, sino siquiera de los propósitos del arte (tal y como testimonia la propia Teoría Estética), nos encontremos con una ingenuidad de nuevo cuño que tiende a renovar, amparándose en su carácter autorreflexivo, su pretendida evidencia cultural. Una restauración de la evidencia que descansaría en esta ocasión en una retórica reflexiva hipertrofíada. Así, una vez que el arte ha quedado reducido a la institución arte, la tarea del artista debería limitarse a reflexionar sobre esta supuesta situación de hecho, al ejercicio de eso que se ha dado en llamar crítica institucional. En este caso, como es obvio, el efecto de autenticidad descansaría exclusivamente en la capacidad de persuasión teórica del discurso -crítico- de la obra. De nuevo, demasiada teoría. O demasiado poca, según se mire.
De entre todas las argumentaciones a favor de la investigación artística la que defienden los artistas de esta tendencia es la que resulta más seductora en la escena artística actual. Habría, pues, dos motivos fundamentales y correlacionados por los que hemos optado por detenernos brevemente en los argumentos de Adorno. De una parte, por el importante papel que la Teoría Crítica, y el propio Adorno como fuente de autoridad, juegan en esta renacida y autocomplaciente ingenuidad teórica –crítica– que el arte ha asumido en las últimas décadas. De otra, porque en su teoría estética podemos encontrar una precoz argumentación contra esa nueva ingenuidad que se ha instaurado en el artworld, con tan aparente naturalidad, que hoy se manifiesta como algo evidente en sí mismo. Esta sería pues, nuestra segunda propuesta de trabajo: el arte autónomo, en su fase más reciente, tras la despotenciación del mito vanguardista, ha desarrollado una nueva modalidad de ingenuidad sustentada en la hipertrofia retórica de su carácter autorreflexivo, gracias a la cual tiende a ocultar, bajo una legitimación teórica explícita y presuntamente crítica, la radical precariedad e incertidumbre de su propia tarea.
Ejemplos
La figura del artista actual se corresponde cada vez más a la de un turista epistémico. La visita a cualquier formación discursiva, ya pertenezca a la historia del arte, al psicoanálisis lacaniano, a la filosofía postestructuralista, a las teorías de género, a los estudios visuales o postcoloniales, a la sociología, a la antropología o a la física cuántica, puede permitirle hacer una provisión de recuerdos que servirán –de vuelta al artworld– como fuente y fundamento conceptual de la obra. No se trata en absoluto de una posición de desventaja o necesariamente negativa. Partiendo de la base de que en el ámbito turístico sí se ha realizado la utopía del “todos somos turistas”, las bondades o debilidades de estos viajes epistémicos a los que aludimos dependerán, como ocurre con cualquier tour, del modo en que cada individuo los afronte. El peligro estriba, también aquí, en confundir lo que haya de verdad en el viaje con la ilusión de autenticidad provocada por el propio dispositivo turístico o, trayéndolo más directamente al terreno que nos interesa, en confundir lo que pueda actuar de verdad en la obra, con la ilusión de autenticidad provocada por el dispositivo del artworld.
Y puestos a comparar dispositivos, el del arte hoy resulta cuanto menos tan perverso y equívoco como pueda serlo el del turismo, no en vano los dos se fundamentan en el deseo más o menos consciente de alcanzar una “experiencia auténtica”.[8] Resulta significativo que tras el desencantamiento de la vanguardia a principios de los setenta –y de la consiguiente desaparición del horizonte social del mito revolucionario-, la posición más seductora, a la que se ha venido otorgando mayor credibilidad en la escena artística, sea esta a la que acabamos de aludir y que Thierry de Duve ha denominado como actitud crítica. Una posición que con el tiempo convive y termina confundiéndose con la simple y nominal actitud artística.[9] Del artista ya no se valora el talento, como ocurría en tiempos de la academia, ni tampoco la creatividad según el modelo romántico heredado por las vanguardias. Con el derrumbe de los grandes mitos de la modernidad teorizado por las corrientes postestructuralistas y neomarxistas la idea de creatividad se volvió sospechosa e ideológicamente insostenible. Antes de sufrir el menosprecio de la ironía distanciada del pensamiento tardomoderno la idea de creatividad había servido de piedra angular, como trabajo liberado, a toda empresa pedagógica vinculada a un proyecto utópico revolucionario. Pero a partir de la década de los 70 el efecto de autenticidad de la obra comienza a descansar en un concepto tan dúctil y acomodaticio, tan falto de contenido, como el de actitud. La función del artista ya no consiste tanto en el juego de la invención, por entonces desacreditado, como en el de la interrogación de su propio “mundo”, en la crítica o la deconstrucción, como hemos indicado más arriba, del arte entendido ahora como institución. Mientras tanto, el concepto de creatividad ha evolucionado de su contenido utópico inicial al solapamiento con las equívocas apelaciones al carácter creativo del “nuevo” capitalismo.
El problema de muchas de las obras producidas desde esta actitud crítica es que parecen sustentarse en un principio de verdad, ideológico, que sólo admite ser criticado desde la pertinencia exclusivamente política de su discurso. De este modo la corrección política deriva automáticamente en corrección artística, y la obra como tal puede permanecer parapetada tras el escudo protector de esa incuestionable “verdad” a la que apela. Criticarla negativamente supondría mantener en lo político una posición contraria a la que quedaría reflejada en la obra. Pero, con toda evidencia, también aquí habrá que distinguir (mientras se acepte el juego de la mediación artística) entre lo que el artista dice que hace y lo que manifiestamente hace. Lo contrario seria incurrir en una actualización de la falacia intencional producida en este caso por el espejismo de la teoría –ideología-. El caso de Beuys resulta paradigmático en este sentido. Se puede mantener un prudente escepticismo ante la solidez teórica de sus sermones sobre la escultura social y, sin embargo, apreciar con abierta sinceridad la validez de su obra. O bien se puede dar el caso contrario. Un ejemplo de la brutalidad en que puede incurrir esta actitud crítica lo tenemos en la pieza Marx Lounge que el artista Alfredo Jaar ha instalado recientemente, tras su paso por Liverpool, en el CAAC de Sevilla.[10] La obra consiste literalmente en una habitación roja con una mesa en la que se encuentran depositados libros de Marx y sobre Marx. Supone, por tanto, una invitación por parte del artista a que leamos libros de teoría política. Pero aparte de colocar en un museo institucional de la Junta de Andalucía los textos marxianos como lo estarían en un expositor de feria, en la obra no hay mayor mediación por parte del artista que el simple acto de invitar a su lectura. Una recomendación meramente testimonial por lo inadecuado del lugar, lo que plantea, ya de entrada, una contradicción entre lo que es y lo que pretende; pero lo que realmente convierte en fallido este “radical” testimonio político es lo que se adivina en su actitud de anacrónicamente romántica y engañosamente esencialista: la equívoca relación paternalista que el autor, como conocedor de la “verdad” –en este caso social- pretende mantener con su público. El artista pasa así a convertirse en profesor y el público, si le sigue el juego, en alumno disciplinado. Como nuevo demiurgo nos prepara una lección –lectura- y nos ofrece el escenario para hacer una “investigación” o una “reflexión” política bajo la salvaguarda del pensamiento crítico. Ningún peligro, ningún automatismo se quiebra. No hay nada en la obra, ni en la banalidad de lo que expresa, ni en las confortables y equívocas relaciones –simbólicas, institucionales e intersubjetivas- que establece, que haya sido llevado de verdad en acto a un estado crítico. Tampoco -y sobre todo- por lo que respecta a su pretendido carácter emancipador.
Tomemos para terminar el ejemplo de una artista interesante, Hito Steyerl, que practica la crítica institucional y que es abiertamente partidaria de la investigación artística. De nuevo debemos separar aquí el valor que nos merezca su obra, de la validez que le demos a su teoría. En un texto muy divulgado de 2010 propone analizar la investigación artística desde la perspectiva del conflicto o “para ser más exactos, de las luchas sociales”[11]. En este sentido, afirma, los debates actuales no reconocen el legado de una historia internacional de la investigación artística entendida, en relación con Peter Weiss, como una “estética de la resistencia”. Entre los antecedentes remite a métodos de investigación artística ligados a movimientos sociales o revolucionarios como sería el caso del formalismo ruso, el fotoperiodismo de la Farm Security Administration, el cine ensayo de Hans Richter, la resistencia anticolonial de Chris Marker y Alain Resnais, el Ensayo como forma de Adorno, la deriva situacionista, los cut-ups, la antropología deconstructiva y surrealista, la historia oral, etc. Lo que uniría todas estas diferentes modalidades de investigación sería su vínculo político –una función política, por otra parte, valida en tanto actitud, sin mayores distinciones ideológicas-, aunque en ningún momento se explica lo que se entiende por investigar.[12] Que el arte pueda tener esa función se deduce como algo evidente de su naturaleza crítica o política. La investigación artística –y por extensión la disciplina- quedaría así supeditada a la posición ideológica del artista, lo que entraña no pocos problemas si trasladamos lo que puede tener credibilidad en el artworld, a lo que puede tener una mínima credibilidad académica. Por lo pronto, una Facultad de Bellas Artes basada en este modelo disciplinar sería la única que justificaría su programa de investigación en la segregación entre los estudiantes correctamente engagés, de los incorrectamente engagés. Quedaría por determinar cómo y por quién podría establecerse administrativamente esta corrección política.
Pero vamos a centrarnos en un solo párrafo en el que se adivina la principal contradicción de esta modalidad de research. Tras sostener que toda investigación artística es un acto de traducción, la autora afirma que también “las denominadas obras de arte autónomas”, traducen de un lenguaje a otro aunque “no tienen ninguna pretensión en absoluto de participar en ningún tipo de investigación”. Eso no significa que no puedan ser cuantificadas o formar parte de prácticas disciplinares. Lo que diferenciaría a estas obras es que no ponen en peligro “la división del trabajo establecida entre historiadores del arte y galeristas, entre artistas e investigadores, entre la mente y los sentidos”. El párrafo finaliza con la siguiente frase: “De hecho, gran parte de la animadversión conservadora contra la investigación artística proviene de una sensación de amenaza por la disolución de estas fronteras y este es el motivo por el cual, con frecuencia, en la práctica cotidiana, se niega que la investigación artística sea ni arte ni investigación”.
Como vemos se establece una diferencia entre arte autónomo no investigador y arte de investigación –comprometido en las luchas sociales-. Se trata de una vieja polémica, que ahora retorna en forma de debate disciplinar. El arte inauténtico, que no “pone en peligro la división del trabajo” sería el autónomo, y el arte auténtico sería el que “investiga” políticamente. Pero al separar de este modo el arte autónomo del que no lo es, se olvida la diferencia fundamental, la que hace del propio arte un “mundo” autónomo. La autonomía del arte no depende de la voluntad –de las buena o malas intenciones- del artista. Es, como ya hemos insistido, un hecho social. El arte expresamente político también permanece como autónomo desde una perspectiva cultural. Y como, es obvio, los valores artísticos y políticos de una obra no pueden depender del grado de vinculación consciente del artista con las “luchas sociales”. La mediación artística supone que algo, oculto en la vida social, se muestre en acto, no tiene como tarea la enunciación demostrativa de ningún aspecto de lo real. El riesgo de este planteamiento consiste en contribuir a la ilusión –mientras sigamos hablando de arte- de que la actitud asertiva del artista puede poner en peligro, por sí misma y como si se tratara de un acto mágico, nada menos que la “división del trabajo”. La negación de que el arte sea investigación –de que su naturaleza es ajena y contraria a ese proceder- no presupone necesariamente una posición política conservadora, ni tampoco un temor a la disolución de las fronteras.[13] Puede, por el contrario, estar fundada en la sospecha, confirmada por el modo en que se ha naturalizado el término en el “mundo” del arte, de que no es sino el fruto de una nueva y generalizada forma de ingenuidad –tan difícil de distinguir en la práctica, como se sabe, del mero cinismo-. Una nueva modalidad de evidencia que cumple un papel ideológico gracias al cual el artworld puede presumir una función social e ilusionarse con la fruición de una “experiencia auténtica”: la que le ofrece, de manera complaciente, su retórica crítica.
Mientras tanto en los Museos y Centros de Arte, en las Ferias y Bienales, en las Facultades y Escuelas nos apresuramos por acreditar lo que ya todos damos por supuesto, que en el horizonte de lo artístico ha surgido una nueva función mítica que nos va a permitir recuperar la credibilidad social perdida en la últimas décadas: el arte de investigar. El doctor Faustroll lo había profetizado mientras todo el mundo se tomaba a chufla sus lúcidos teoremas: “La patafísica es la ciencia de las soluciones imaginarias, que concierta simbólicamente a los lineamientos las propiedades de los objetos descritos por su virtualidad”.[14] Una definición que por fin puede ser asumida sin ningún escrúpulo en la nueva jerga de los proyectos de investigación artística en I+D+i. A buen seguro corroboraría con satisfacción la conclusión del texto de Steyerl, justo en el párrafo siguiente, cuando viene a confirmar que la susodicha investigación artística, aparte de consistir en una “estética de la resistencia” produce, por añadidura, una “tracción hacia la producción de saber/arte aplicado o aplicable, que puede emplearse para la innovación empresarial, la cohesión social, el marketing urbano y miles de otros aspectos del capitalismo cultural”.
[1] Entre los libros más recomendables: De DUVE, Thierry: Faire école (ou la refaire?): nouvelle édition revue et augmentée, Ginebra : Les presses du réel, 2008. ; ELKINS, James : Why art cannot be taught : a handbook for art studentes, University of Illinois Press, 2001; y ELKINS, James (ed.): Artists with PhDs : on the new Doctoral Degree in Studio Art, Washington: New Academia Publishing, 2009; MACLEOD, Katy y HOLDRIDGE, Lin (ed.): Thinking Through Art: Critical Reflections on Emerging Research, Londres: Routledge, 2005. Así como las variadas revistas-e y los informes institucionales que pueden localizarse en la red.
[2] Este valor de actualidad, como es obvio, seguirá siendo válido con independencia de la intención individual del artista. De modo que también –y especialmente- en los casos más extremos de disolución entre arte y vida nos encontraremos con que es este obrar, precisamente, el que abre la posibilidad de una representación artísticamente significativa.
[3] Sobre el concepto de automatismo vid. MENKE, Cristoph: La soberanía del arte: La experiencia estética según Adorno y Derrida, Madrid: Visor, 1997 [1991]. En especial p. 51 y ss.
[4] Vid. VIDLER, Anthony: Ledoux, Madrid: Akal, 1987. p. 147.
[5] Sobre el sistema de Bellas Artes y sus modelos de enseñanza vid. De DUVE, Thierry: Faire école (ou la refaire?): nouvelle édition revue et augmentée, Ginevra : Les presses du réel, 2008. Cap. I.
[6] ADORNO, Theodor W.: Teoría Estética, Madrid: Taurus, 1992 [1970]. p. 9.
[7] Ibidem, p. 10. Misma página también para las referencias siguientes.
[8] En relación con el turismo y sus dispositivos de autenticidad vid. el clásico de MacCANNELL, Dean: El turista: una nueva teoría de la clase ociosa, Barcelona: Melusina, 2003 [1973].
[9] De DUVE, 2008, p. 37
[10] http://www.juntadeandalucia.es/cultura/caac/programa/jaar11/frame.htm
[11] STEYERL, Hito: “Aesthetics of Resistance? Artistic Research as Discipline and Conflict”, en
MaHKUzine. Journal of Artistic Research 8, invierno, 2010. http://www.mahku.nl/download/maHKUzine08_web.pdf
En castellano en eipcp. Instituto europeo para políticas culturales progresivas, http://eipcp.net/transversal/0311/steyerl/es
[12] En ausencia de una definición, el ejemplo que se nos ofrece es una obra de la propia autora, The Building (2009), en la que se habría desarrollado una investigación sobre las huellas del trabajo esclavo del nazismo en el edificio que alberga la Academia de Arte de Linz, en aquel año Capital Europea de la Cultural.
Descubrir que los radiadores del edificio podrían provenir del desmantelado campo de concentración de Mauthausen es, sin duda, un dato de interés para la historia local, y muy bien puede constituirse en motivo para el desarrollo de una obra artística o literaria. Pero este hallazgo en sí, sin más articulación discursiva, no puede entenderse como una investigación –en el sentido de la demostración o falsación de una hipótesis que contribuye a un conocimiento racional del mundo-. Sencillamente porque no hay nada demostrativo en este descubrimiento con respecto al conocimiento de la historia cultural, social o política local. Sólo muestra o señala un dato significativo del pasado concreto e individual de un edificio público.
Aquí se confunde la investigación en el sentido académico o disciplinar, con la investigación entendida como pesquisa detectivesca o policial –siempre vinculada al caso, nunca con valor demostrativo o generalizable más allá del suceso en cuestión-. Una acepción del término investigar, que en efecto, mientras no pretenda hacerse pasar por una metodología disciplinar, mantiene afinidades con el proceder artístico.
[13] Un ejemplo conocido: Histoire(s) du cinéma de Godard (1988-1998) no pertenece, como formación discursiva, a la Historia del Cine, ni tampoco a la Historia Contemporánea, sino que, como es obvio, consiste en eso que denominamos una Película. Por ese motivo puede decirse de ella que es hermosa y terrible.
Bien es cierto que se puede aprender más sobre Historia y Cine contemplando esta pieza de cine ensayo que leyendo disciplinados y metódicos tratados de Historia del Cine. Pero esto no es debido a que constituya una investigación en sentido académico, sino, muy al contrario, a que nos ofrece en acto otra forma de comprender que quiebra el automatismo de los discursos disciplinares. A que se trata, sencillamente de una obra –de mediación artística- lograda.
[14] JARRY, Alfred: Hechos y dichos del Dr. Faustroll, Patafísico, Barcelona: Madrágora, 1975 [1898].
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