La plaza, o la imagen inmediata

 

“No hay más que cuerpos y lenguajes”
Alain Badiou

 

Las plazas públicas dan hoy que pensar, dan hoy que hablar. Nos quedaríamos a medias si dijéramos que han sido, o que son todavía, la imagen “del momento” –esa condición de actualidad que siempre lleva incluída su fecha de caducidad, su obsolescencia programada en un código de barras. Faltaríamos a la verdad si afirmásemos que para aprehenderla sólo había que mirar la prensa, ver la televisión, o navegar por la maraña de información, enlaces de noticias, videos fotos y mapas que conectan a través de la Red todas las plazas del planeta. Así sólo alcanzaríamos su superficie, la imagen mediática depotenciada, la mercancía informativa. No se puede percibir la plaza desde una posición de consumidor, y este dato esencial altera radicalmente nuestra relación con el acontecimiento, y con el régimen de las imágenes que informan nuestras vidas. En la plaza, en la imagen de la plaza, parece haberse filtrado algo que, diríamos, pertenece al viejo orden del teatro, a su dimensión política y colectiva; algo que rechaza en última instancia toda mediación –a pesar fraguarse constantemente en ellas.

 

Las bambalinas recicladas de cartón, palés y telas crecen y cambian constantemente; paisajes insólitos en el corazón de las ciudades, huellas y rastros que definen el acto de un habitar desafiante. La plaza, la creación de la plaza, es sin duda una imagen de resistencia, una imagen que interrumpe, que impugna la realidad, la realidad dada. También es una imagen radical, que, literalmente, va hacia la raíz, que busca recordar o recuperar el primer significado prehistórico del lugar y del nombre: el verdadero carácter biológico de La Plaza como nodo o espacio central, y como escenario de la vida comunitaria. «Crear la plaza». Crear la plaza es habitar la plaza. Habitarla como problema.

 

Ahora que el problema  sin duda puede resumirse como “la enésima y  ¿definitiva? crisis de la representación”, calando por fin en el espacio político, me descubro empeñada en pensarla como imagen, en toda su potencia mitopoyética, con toda la dificultad que esto supone. Pues como imagen o como relato es incierta, indefinida, irregular; es tan sólo suelo o sustrato sobre el que crece una “enorme huelga de identidades”, esta enorme huelga de los “cualesquiera”. Es en esa indefinición donde está la fuerza, el regalo de esta imagen.

 

Desde el interior mismo de la soberanía abstracta del mercado, y más acá de cualquier “actualidad”, la plaza se declara radicalmente inmediata, experiencial, relacional, particular, local. Para ser comprendida demanda el cuerpo, requiere del acto de la presencia. Rehúsa a ser mediada; es en ese aquí-ahora donde el cuerpo –viejo y siempre dispuesto portador de formas y significados nuevos– es capaz de reinventar la vida.

 

La plaza como pliegue, como espacio de disyunción: entre  la subversión y la absorción, entre el mercado y la creación, entre la  pasividad y la acción, entre el estado y la multitud, a punto de desaparecer. Tan sólo como pausa, como suspensión capaz de producir una impugnación mítica de aquello que viene dado como la realidad. «Ser imposible», y tal vez sacudir ese velo frío que se nos va adhiriendo al cuerpo mientras envejecemos calculando la vida.

 

¿Y que hay entonces de la imagen inmediata?, ¿cómo pensar una imagen inmediata, una imagen cruda? La mediación siempre está ahí, aunque sea adelgazada;  interface,  membrana, o  traducción; el lenguaje está siempre entre los cuerpos. La imagen inmediata es, precisamente, una imagen imposible. Lo que interesa de ella es la excursión que nos regala.

 

Formaciones de cartón en el corazón de las ciudades, micro islas piratas, de Libertatita a Pipi, zonas temporalmente autónomas, guaridas de juguete. Eficazmente, Foucault les otorgaba un nombre: heterotopías. Utopías localizadas, contraespacios. Aquella tienda de indios al fondo del jardín, o el hueco bajo la gran mesa de navidad. El desván, o la cama de los padres –navío para descubrir el océano los jueves por la tarde. Pensaremos: juegos de niños, invenciones, imaginación. Pero Foucault nos recuerda que los niños no «inventan» nada, que, en cambio, son los hombres, los que les susurran a éstos sus secretos maravillosos, para ovidarlos luego.

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