Arte emergente y sumergente. Una analogía de atribución impropia

Por Ernesto Castro

Publicado originalmente en: unaantropologiadelaemeregencia.wordpres.com

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Alfredo Jaar, Venezia, Venezia, Padiglione del Cile, 55. Esposizione Internazionale d’Arte, Il Palazzo Enciclopedico, la Biennale di Venezia

 

En el pabellón de Chile de la Bienal de Venecia de 2013, Alfredo Jaar expuso una maqueta de los jardines donde están situados los edificios históricos de la muestra que se sumergía y emergía periódicamente de unas aguas verdosas. Ha habido muchas interpretaciones de esta escena. Unos creen que es una referencia al peligro arquitectónico en que se encuentra la ciudad de Venecia ante un eventual cambio climático que provoque la subida del nivel del mar y por tanto de la laguna. Otros, que es una crítica a los países del primer mundo que cuentan con un pabellón nacional en los Giardini por contraposición a los que tienen que alquilarse un palacio en la ciudad u ocupar un espacio mucho más modesto en el Arsenale—el caso de Chile.[1] Algunos, entre los que me cuento, creemos que es una metáfora del carácter cíclico de la dinámica de reconocimiento y olvido en el mercado mediático del arte actual.

Escribo “olvido” como opuesto a “reconocimiento” en vez de “ignorancia” o “desprecio” porque intuyo que lo único que carece a priori de valor en este mercado mediático es aquello que ya lo tuvo o que pudo tenerlo. Lo ignorado no es sino un valor por conocer y lo despreciado, como lo demuestra la fama y el caché de artistas unánimemente censurados por la crítica de arte como son los Young British Artist, es una forma de valor por otros medios. Lo despreciado en un mercado mediático como éste, repleto de declaraciones presuntamente antisistema, es aquello que es criticado porque vende y vender porque es criticado. Lo olvidado, por el contrario, ni vende ni es criticado.

La idea de reconocimiento nos remite directamente a la teoría moral de Axel Honneth, miembro de la tercera generación de la Escuela de Francfurt, según el cual las interacciones entre personas humanas están estructuradas en tres grandes esferas, la del amor, la social y la del derecho, una clasificación cuya mera enunciación ya muestra su carácter puramente rapsódico (como la lista de los animales en el relato de Borges, “El idioma analítico de John Wilkins”, donde se confunden varios criterios de clasificación no exhaustivos), pero que nos puede servir como una primera aproximación a la situación en la que se encuentran los artistas olvidados, los sumergidos, aquellos que carecen de reconocimiento en las tres esferas.

Y es que a cada esfera de Honneth le corresponde según su propia teoría una forma específica de justicia: la justicia como reconocimiento (amor), la justicia como redistribución (social) y la justicia como representación (derecho). Si uno acude a las estadísticas de desempleo de los licenciados en Bellas Artes en España descubre que solo un tercio de los que terminaron la carrera en 2010 están inscritos a día de hoy en la Seguridad Social, con casos gravísimos como que un 75,3% de las 178 personas que se licenciaron en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla en 2010 no han encontrado un trabajo en los últimos 5 años (ni siquiera limpiando váteres en Londres).[2] Así que olvídense de la redistribución en su caso.

En cuanto al reconocimiento en la esfera del amor y la representación en la esfera del derecho, no queremos meternos en la vida sentimental de la gente, que en principio es privada, ni tampoco en su voto, que en principio es secreto, pero sí que quisiera subrayar (en relación con el lema del 15M: “Que no nos representan”) la escasa participación de los artistas en las movilizaciones de los últimos años en España teniendo en cuenta la tabarra que suele darse en los másteres de gestión cultural, en los catálogos de exposiciones y en las ruedas de prensa del director del Reina Sofía sobre Badiou, Rancière, Zizek, Negri, Laclau y tantos otros que nos están pidiendo de rodillas que salgamos a la calle. Ni por esas se ha conseguido que las artes plásticas fueran útiles para la lucha social. El comentario que hizo un conocido catedrático de arquitectura de Madrid cuando vio las jaimas que sus alumnos habían ayudado a levantar en la plaza Sol para alojar a la acampada de los indignados fue “Tendría que haberlos suspendido”.

Es triste pero cierto que lo más artístico que hemos visto en los últimos años de lucha social han sido lemas radicalmente ingenuos pintados sobre pechos de “miembras” de Femen.[3] La videoartista alemano-japonesa Hito Steyerl ha sabido retratar muy bien la posición en la que se encuentran los artistas emergentes en una conferencia titulada “I dreamed a dream: politics in the age of mass art production” en la que afirma, repitiendo una idea formulada por Michel Foucault para los años 80 del siglo pasado, que nuestra época de inestabilidad social global no se debe comparar con la revolución francesa de 1789, ni con la soviética de 1917, sino en todo caso con el levantamiento parisino de 1832, tan bien narrado en la novela por entregas Los miserables de Victor Hugo.

Steyerl toma a Victor Hugo como el arquetipo del escritor por encargo que tiene que mantener la atención y el interés de los lectores en cada entrega a fin de alargar su obra lo máximo posible de una manera muy similar a cómo lo hacen hoy las series de televisión, con cliffhangers y giros inesperados en el argumento y en el reparto. Los miserables (o mejor dicho: la adaptación cinematográfica anglosajona de la novela en un musical) se convierte para Steyerl en el paradigma de la obra de arte emergente, especialmente por la canción “I dreamed a dream” que versa sobre la contrastación de los sueños con la cruda realidad. El inspector Javert, uno de los personajes de la novela, encarnaría para Steyerl la contradicción irresoluble entre el romanticismo y el positivismo, mientras que Susan Boyle, una concursante de la edición de 2009 de Britains Got Talent que se hizo famosa por su inesperada interpretación de “I dreamed a dream”, sería un ejemplo de artista emergente, a quien empiezan a reconocer en alguna de las esferas de interacción de Honneth, cuyo trabajo consiste en enfrentarse a una entrevista de trabajo infinita, a un casting de varietés permanente en el que tiene que dejar boquiabiertos al público y al jurado para demostrarles que ella “lo vale”, que, a pesar de las apariencias, “sí se puede”.

Dicho esto, la dicotomía entre los artistas emergentes y los consolidados, además de ser una dicotomía muy poco exhaustiva porque no contempla la posibilidad de los artistas sumergentes, es una analogía de atribución impropia que toma una categoría de origen geológico, por cierto bastante anticuada (la definición tradicional de los continentes como bloques de tierra emergidos de las aguas no se corresponde con el modelo de placas tectónicas derivado de Alfred Wegener), una categoría que primero se extrapola indebidamente a la economía de los países del tercer mundo (véanse el debates de los años 60 y 70 entre los economistas de la escuela del desarrollo y los del subdesarrollo sobre las causas de la “emergencia económica” en un contexto académico marcado por la guerra fría donde las dos grandes teorías eran, con variantes y matices, el despegue de Rostow y la acumulación originaria de Marx) y que después, mucho después, se extrapola al mundo del arte.

En castellano la palabra “emergente” tenía un sentido jurídico muy preciso hasta la importación durante la década de los 70 del siglo pasado de la terminología marxistizante acerca las “clases emergentes”. Así, el peruano Salvador Barrante escribe este párrafo vacío de contenido y lleno de adjetivos en un ensayo de cuyo nombre no quiero acordarme:

“El desarrollo incipiente de las fuerzas productivas capitalistas se expresa en el taller, que es la unidad de producción dominante, y lugar donde el emergente capitalista trata de incrementar su control sobre el trabajador directo mediante una nueva forma de organización en base a una incipiente división técnica del trabajo, en cuanto ésta refuerza y reproduce las relaciones de producción capitalistas.”[4]

“Incipiente”, “dominante” y “emergente”: solo falta un “en última instancia” para completar el catálogo de vaciedades de manual que desde entonces se hace llamar “pensamiento crítico”.

Hasta entonces, dejando de lado los sentidos en los que Ramón y Cajal habla de la “luz emergente” en óptica, Ortega y Gasset del “clasicismo emergente” en teatro, Zubiri de la “realidad finita emergente” en metafísica y Aleixandre del “nacimiento azul, purísimo, emergente” en poesía, el sentido primario de la palabra “emergente” en castellano es puramente jurídico. Véase por ejemplo estas líneas del proceso interpuesto por el deán de Ávila contra los pecheros de la ciudad en 1409 en las que se reconoce al obispo (Juan de Guzmán) y al corregidor (Rodrigo Alfonso de Madrigal) como jueces:

“a los quales damos todo nuestro poder conplido para que ellos amos a dos en uno e en una concordia, et non el uno syn el otro, puedan oyr e librar, e libren, e judgar e mandar e sentençiar et alvedriar entre nos, las dichas partes, e entre cada uno de nos todos los dichos pleitos e demandas e debates e contiendas e cada una dellas et todo lo dependiente e emergente e inçidente e conexo e cada cosa e parte dello del dicho negoçio e por la dicha rrazón conmo quesyeren e por bien tovieren por vía de derecho o en otra manera qualquier”[5]

La expresión “dependiente, emergente, incidente, conexo” se mantendrá, no necesariamente en ese orden, en toda la jurisprudencia castellana hasta bien entrado el siglo XX, junto con otros usos del término como el que recoge Antonio Maura y Montaner en el segundo tomo de sus Dictámenes:

En cuanto a esta indemnización, no habiendo probado el actor perjuicios de otra clase que los referentes a la privación de la producción de ferromanganeso realizada, y habiéndose la réplica limitado a pedir el beneficio de que se privó al actor, el Juzgado dice que toma en consideración el recuerdo que el demandante hizo de la teoría del lucro cesante y daño emergente, y estima que la indemnización ha de comprender, no sólo el valor de la pérdida que el actor ha sufrido, sino también el de las ganancias que haya dejado de obtener; todo lo cual debe concretarse y sintetizarse en liquidación de cantidad, que se practicará en el período de ejecución de sentencia.“[6]

Una vez realizado este repaso por los usos de la palabra “emergente” (que cabría completar con un repaso por los dos sentidos principales de la palabra “emergencia”, emergencia como urgencia y emergencia como irrupción, siendo este último sentido el que arrastra la palabra en el campo de la filosofía de la mente desde la acuñación del neologismo “emergentism” enProblems of Life and Mind, de George Henry Lewes, publicado en 1875), podemos meternos en el problema del arte sumergente, de los artistas sumergentes. ¿En qué podría consistir ese tipo de arte y de artistas?

Rosa Apablaza Valenzuela, una de esas críticas de arte contemporáneo que redactan con el piloto automático de la pedantería políticamente comprometida cuyo principal logro intelectual es la acuñación de expresiones felices para designar a realidades que no existen, ha escrito un artículo sobre la dicotomía entre los artistas emergentes y los sumergentes, entiendo por estos últimos aquellos que “conforman comunidades, dejando de lado su individualidad, la creación de un sello personal y la lógica de la competencia, para formar parte de un cuerpo social que se sumerge en procesos creativos que apuntan a mejorar sus condiciones de vida y a alcanzar la autonomía.” [7] Un ejemplo de este arte sumergente sería un festival brasileño de “tecnochamanismo” que, según lo describen los organizadores en la neolengua que tanto priva en el mundo del arte actual, “surge a partir de una red en internet de terráqueos metarecicleiros, submidiáticos, colectivos de arte, ruidocráticos, mecatrónicos, performers, mídia táticos, permacultores, grupos involucrados con tecnología y ecología, que están interesados en la lucha por la tierra.”[8]

Marc Bloch contaba en su clásico La sociedad feudal el caso de un cura aquitano del siglo XI que recibía quejas de sus feligreses porque daba la misa en lengua vernácula y se le entendía todo. Ellos preferían que la diera en latín, una lengua tan sagrada como ininteligible. Yo creo que el mundo del arte está atrapado en un siglo XI perenne.

Otro ejemplo de arte sumergente según Apablaza Valenzuela es Hernán Casciari, un escritor argentino radicado en Barcelona que en 2010 renunció a publicar en editoriales y medios de comunicación que no dirigiera personalmente, lo que supuso renunciar a sus columnas semanales en El País y La Nación y a sus contratos de edición con Random House Mondadori, para pasar a autopublicarse en lo que hasta entonces había sido un blog personal pero que rápidamente se convirtió en una revista,Orsai, con más de 10.000 compradores en su primer número. El post en el que Casciari expone los motivos de su renuncia es una antología de paradojas y parajodas del periodismo analógico tan curiosas como ésta:

“No puede ser posible que cuando las cosas le van muy bien a las empresas tengas que escribir menos —porque entra publicidad— y cuando las cosas le van mal a las empresas tengas que escribir menos —porque le quitan páginas al diario. ¿Qué tiene que pasar, económicamente hablando, para que los lectores leamos en paz (o para que los periodistas escribamos en paz) un texto de mil palabras?”[9]

No obstante, por mucho que la iniciativa de Casciari sea encomiable por lo que tiene de desafío al sistema editorial vigente, el elogio de Apablaza Valenzuela pasa por alto que el objetivo de su renuncia es tan poco social como el buscar un mayor control sobre la distribución y beneficios de su obra. A Casciari lo que le molestaba de Random House Mondadori es que catalogara sus libros como autoayuda sin consultarle previamente o que falseara las cuentas de número de ventas para pagarle menos derechos de autor de lo que le correspondía. Querer cobrar por el trabajo realizado es un derecho perfectamente legítimo, pero montarse una revista aprovechando el tirón mediático de un escándalo periodístico no me parece ninguna iniciativa social, como mucho una inversión empresarial arriesgada, pero no, como dice Apablaza Valenzuela, “un proyecto de una comunidad de lectores […] que mantiene una relación justa con los autores, al mismo tiempo que prescinde de todos los intermediarios posibles”, salvo que eso sea la redescripción de un formato que ha existido desde laEnciclopedia de Diderot y D’Alembert: una publicación periódica de pago a través de suscripción.

Lo que es evidente es que para sumergirse uno tiene primero que haber emergido y el perfil de arte sumergente que Apablaza Valenzuela contrapone al arte emergente no conduce a una contraposición simétrica, sino a una dicotomía políticamente tendenciosa en la medida en que los emergentes surgen de un estado de ignorancia mientras que los sumergentes de Apablaza Valenzuela no regresan a un estado idéntico o análogo como puede ser el olvido sino que perfectamente se pueden volver más famosos gracias a su “zambullido”. En el límite de la reducción al absurdo, si leemos la definición de Apablaza Valenzuela sin el prejuicio típicamente izquierdista de pensar que el único cuerpo social que existe son los de abajo, los pobres, la idea de “formar parte de un cuerpo social que se sumerge en procesos creativos que apuntan a mejorar sus condiciones de vida y a alcanzar la autonomía” describe a la perfección el tipo de finanzas creativas que han llevado a cabo artistas como Damian Hirst, conocido por subastar sus obras “autónomanente”, sin intermediarios, para así llevarse el 100% de los beneficios y “mejorar sus condiciones de vida”.

Una definición no tendenciosa del arte sumergente sería aquella que capturara las características principales de los artista tuvieron fama y caché, o que desaprovecharon las oportunidades para tenerlos, y que por la razón que sea están perdiendo el reconocimiento en las distintas esferas de interacción honnethiana.[10] Una estrategia que puede funcionar a la hora de determinar ese conjunto de características definitorias consiste en invertir el signo de los parámetros que agrupan no trivialmente a los artistas emergentes. Aquí solo podemos ensayar esta estrategia de definición con el parámetro más evidente de todos: la edad.

Si uno toma por ejemplo la lista de los 10 artistas emergentes seleccionados por el fotógrafo Alberto García-Alix con motivo de la edición de 2015 de la feria madrileña de ARCO, dejando de lado las declaraciones impertinentes de García-Alix, que se queja de que nadie le apoyó cuando era joven, a él, niño mimado de la Movida Madrileña, dejando de lado también que la lista la financia Ron Barceló, nos encontramos con una sorpresa cuando buscamos la fecha de nacimiento de los seleccionados: ninguno de ellos tiene menos de 30 años y el más mayor nació en 1968.[11] García-Alix nació en 1956, lo que quiere decir que hay menos distancia generacional entre el fotógrafo consolidado y alguno de sus artistas emergentes que entre estos últimos propiamente seleccionados. Lo que nos obliga a cuestionar la explicación de que los emergentes lo sean porque están empezando. Conjeturamos que la existencia de una generación tapón a la que pertenecen individuos como García-Alix, que tan solo recomienda a otros artistas si la cuenta la paga una compañía de licores, seguramente sea un factor de mayor calado explicativo que el hecho de que los recomendados sean jóvenes, que no lo son ni de lejos.

Sea como fuere, el problema del arte emergente y del sumergente sigue siendo una cuestión abierta. Es por tanto pertinente llevar a cabo una “antropología de la emergencia” como la que plantean Alejandro Castañeda, Patricia Fernández y Fidel Darías. Una iniciativa valiente para la cual este texto, lejos del formato del elogio indiscriminado hacia la trayectoria y las intenciones de los artistas, tan solo pretende plantear un punto de partida del debate entre muchos otros. La idea de tomar La idea de Europa de George Steiner y realizar búsquedas en internet de términos relacionados con la cuestión de cómo hacer arte en tiempos de emergencia suena como algo interesante y prometedor. La grabación en streaming de 30 horas de performance añade un componente físico y local a una iniciativa que, dado el lugar de residencia de los artistas (dos en Madrid, la otra en Barcelona), quedaría excesivamente desencarnada sin semejante compromiso del cuerpo propio. El hecho de que el blog que aloja el experimento esté abierto a la participación espontánea de terceros le añade a todo el proyecto un espíritu democrático, más allá del nuevo sistema de extracción de la plusvalía implementado en las redes sociales. Una propuesta necesaria.

Ernesto Castro.
12 de diciembre de 2015.

 

[1] La interpretación de Alfredo Jaar sobre su propia obra está relativamente próxima a esta posición “poscolonial” sobre laBienale en la medida en que él quiso hacer una crítica del modelo de los pabellones nacionales, que según él no tienen sentido en un mundo tan “líquido” y “desterritorializado” como el nuestro. Cabría preguntarse a quién se refiere Jaar cuando habla en primera personal del plural de “nosotros” toda vez que estamos hablando de un “señorito de izquierdas” afincado en Nueva York cuyas lecturas de Deleuze y Bauman están absolutamente desvinculadas de los procesos de nation building(Escocia, Hungría, Cataluña, etc.) que han marcado lo que llevamos de segunda década del siglo XXI.

[2] AA.VV., “Las carreras con más empleo”, El País, 29 de octubre de 2014.

[3] Sobre la relación entre el arte y las luchas sociales actuales he escrito más detalladamente en “¿Hay precariedad en el mundo del arte?”, Akme, 18 de diciembre de 2014.

[4] Salvador Barrantes, Los imperios financieros y el modo de producción capitalista, Horizonte, Lima, 1975, p. 114, subrayados míos. Otros casos de este uso marxistizante del término “emergente” se pueden encontrar en Alberto Tauro del Pino,Perú: época republicana, Ediciones Peisa, Lima, 1975, p. 27 y José Manuel Mejía, Sindicalismo y reforma agraria en el valle de Chancay, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 1975, p. 55.

[5] Documento notarial anónimo publicado por Carmelo Luis López y Gregorio del Ser Quijano en la Institución Gran Duque de Alba (1990-1991). Dicho sea de paso, es curioso que otra de las palabras fetiche del mundo del arte actual, “proceso”, tenga en castellano (y en alemán: véase Der Prozess de Franz Kafka) un sentido primariamente judicial.

[6] Antonio Maura y Montaner, Dictámenes. Tomo II: Propiedad, posesión, usufructo y propiedades especiales, Saturnino Calleja, Madrid, 1929, pp. 453-454.

[7] Rosa Apablaza Valenzuela, “Arte emergente/Arte sumergente”, arteycritica.org, abril 2014.

[8] AA.VV., “Convocatoria para o festival de tecnoxamanismo“,tecnoxamanismo.hotglue.me.

[9] Hernán Casciari, “Renuncio”, editorialorsai.com, 30 de septiembre de 2010.

[10] Un ejemplo que no hay que tomar a mal de artista sumergente es el pintor segoviano Carlos León, quien siempre estuvo en el lugar correcto en el momento adecuado, pintando abstracción en el París del support-surfaces de los 70, familiarizándose la Movida Madrileña durante los 80, recibiendo la aprobación de un jubilado Clement Greenberg en el Nueva York de los 90, por la razón que sea ha superado la edad de 65 años sin haberse consolidado como lo han hecho sus compañeros estilísticos de generación (principalmente el grupo Trama).

[11] Esta es la correlación entre los artistas emergentes seleccionados por García-Alix y sus fechas de nacimiento en estricto orden cronológico: Xavier Arenos (1968), Asier Mendizábal (1973), Elena Bajo (1976), Isae Ikenaga (1977), Arturo Hernández Alcazar (1978), Carlos Motta (1978), Santiago Giralda (1980), Belén rodríguez (1981), José Diaz (1981) y Adrián Melis (1985). Véase Alberto García-Alix, “10 artistas emergentes de ARCO 2015”, El Huffintong Post, 28 de febrero de 2015.

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