Entre el 11-M de 2004 y el 15-M de 2011
por Marcelo Expósito, Tomás Herreros y Emmanuel Rodriguez (Universidad Nómada)
Madrid, jueves 19 de mayo de 2011
El 11 de marzo de 2004, diez explosiones simultáneas reventaron cuatro trenes en Madrid, segando la vida de casi 200 personas, hiriendo cerca de 2000 y sembrando el espanto. En las horas siguientes, el gobierno del Partido Popular, presidido por José María Aznar, organizó una ceremonia de la confusión con la finalidad de capitalizar políticamente el dolor. Simultáneamente, los teléfonos móviles empezaron a recibir mensajes de texto: encontrémonos en la calle. Riadas de personas tomamos los espacios públicos, en manifestaciones y concentraciones difusas, espontáneas, exigiendo conocer la verdad. Era el sábado 13 de marzo, jornada de reflexión electoral. Al día siguiente, los votos mayoritarios dieron una inopinada victoria al candidato del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero. Dicho con claridad: Zapatero llega al gobierno de España aupado por un movimiento social. El nuevo presidente prometió en público: «No os fallaré». Retengamos por un momento esta imagen.
Domingo, 15 de mayo de 2011. La manifestación convocada por redes sociales en Internet desborda las expectativas: decenas de miles de personas se reúnen en sesenta ciudades españolas bajo el lema común «Democracia real, ¡ya!», que arrastra tras de sí toda una constelación de enunciados: «No somos mercancía en manos de políticos y banqueros», «No nos representan». Las manifestaciones generan tal euforia que centenares de personas ocupan las plazas centrales de sus respectivas ciudades, comenzando por la toma más emblemática, la Puerta del Sol de Madrid. A pocas horas de la celebración de elecciones municipales y autonómicas en toda España, el llamado Movimiento del 15-M ha restituido el sentido a la palabra «política» en mitad de una campaña electoral deplorable. Dicho con claridad: todo hace prever que el presidente Zapatero se marchará del gobierno de España envuelto por un movimiento social, que comenzó siendo de indignación por su gestión de la crisis económica y ahora es un clamor por la refundación democrática.
Proponemos un ejercicio de montaje sencillo: poner juntas esas dos imágenes, las de sendos movimientos sociales apartidistas y en su origen espontáneos, que marcan la entrada y la salida de un presidente en el que se depositaron esperanzas progresistas. ¿Qué ha sucedido entre una y otra imagen? ¿Qué sentido produce su contraste? ¿Cómo se ha producido el tránsito entre aquel repunte de confianza en la participación electoral para el cambio y la furiosa desafección actual?
La explicación se encuentra en el hecho de que el presidente Zapatero ha dilapidado una oportunidad histórica: las condiciones en que fue elegido abrían la posibilidad de un ejercicio renovado de la política que tuviera en cuenta la potencia de una sociedad organizada. Se empeñó, por contra, en un republicanismo cívico cuyo progresismo no alcanza a ver en los ciudadanos algo más que singulares votantes y depositarios de derechos otorgados desde arriba hacia abajo. Eso le impidió a comprender la situación delicada de unas sociedades donde el sistema clásico de representación política y de delegación de la soberanía popular mediante el mecanismo del voto se encuentran en una crisis irreversible. De haber alcanzado a entender que la actual tensión compleja entre poderes y contrapoderes sociales fue la condición misma de su llegada al poder, acaso hubiera enfrentado la crisis económica —que ha marcado la inflexión final de su gobierno— de una manera sustancialmente diferente a como lo ha hecho, negociando con los poderes económicos y suprainstitucionales unas indeseadas políticas de ajuste —que nos hipotecan el futuro—, a la espera de volver la mirada a sus electores en el último minuto, jugándose la carta de la confianza y el miedo a la derecha. Aquellos junto a los que Zapatero no ha sabido gobernar: los contrapoderes sociales, la capacidad de agitación democrática que la sociedad siempre contiene en latencia, han vuelto a tomar cuerpo para decir: ¡ya basta!
Entre una y otra imagen (2004-2011), siete años en los que la calle ha sido agitada por una derecha que ha deducido el colapso de la representación democrática y lo aprovecha con absoluto descaro: moviéndose como pez en el agua de la corrupción y la mentira, atizando a la población en contra de las mismas instituciones políticas en las que esa derecha medra para favorecer a los sectores con más poder y riqueza, manipulando el fundado descontento social, promoviendo la guerra civil entre las capas medias y las menos favorecidas. Por su parte, la izquierda adopta conceptos como ajuste, reforma o austeridad con el fin de volver a la «normalidad» económica. Pero hemos constatado que la crisis es ante todo crisis de la política tal y como la conocemos.
En esta crisis, la izquierda partidista tiene una responsabilidad inexcusable, por ser incapaz de concebir mecanismos efectivos de distribución de la renta y de invención de nuevos derechos sociales. Los gobiernos de centro-izquierda de Cataluña, Galicia o Baleares, y de otras grandes ciudades, ni han reinventado las formas democráticas, ni la relación del Estado con el cuerpo social, ni emprendido políticas diferentes a las prescritas en los manuales de administración y gerencia territorial.
Es en este marco donde se valida el Movimiento del 15-M: no es tiempo ya de mendigar confianzas ni de plantear promesas. Solo una apuesta ofensiva, que invente otra ética, otra política más allá de la nostalgia y la resignación, podría hacer entrar a la izquierda en otro ciclo histórico. Como no podía ser de otra manera, la refundación de la política democrática necesita como sostén la estimulación de un nuevo ciclo de luchas y conquistas sociales. Luchas y movilizaciones de los pobres y de los nuevos ciudadanos. Las temáticas abiertas a la movilización urbana no necesitan ser ficcionalizadas: están señaladas en los enunciados y los problemas ya presentes en la agenda de los movimientos y las reivindicaciones ciudadanas. El Manifiesto del Movimiento del 15-M lo afirma bien claro: «Las prioridades de toda sociedad avanzada han de ser la igualdad, el progreso, la solidaridad, el libre acceso a la cultura, la sostenibilidad ecológica y el desarrollo, el bienestar y la felicidad de las personas».
Una «Carta de los Nuevos Derechos»podría ser una de las opciones para reprogramar el viejo Estado de Bienestar. Se trataría de un proyecto político y económico insoslayable para cualquier partido que se reclame de izquierdas. Y sin embargo, no sería la fórmula para que los partidos de izquierda «representen» a la ciudadanía. La ciudadanía se constituye hoy como tendencia a la autorrepresentación. Migrantes, mujeres, personas afectadas por las hipotecas, por la destrucción del medio o por la degradación de los servicios públicos, comunidades agrupadas en torno a formas de vida singulares, redes sociales y un largo etcétera de agregaciones emergentes han encontrado formas de hablar por sí mismas, sin las formas anquilosadas de mediación por parte de los aparatos institucionales o representativos.
Todo apunta a que la izquierda partidista estará obligada a atravesar, no sólo en España, sino en el conjunto de Europa, una larga travesía del desierto. Es hora de que asuma la obligación de ensayar, en un futuro próximo, planteamientos nuevos que sólo pueden pasar por la aceptación de los límites a su representatividad y por la cooperación con los movimientos y las formas de agregación que crecen en las nuevas texturas urbanas. El acceso a la vivienda, el derecho a la salud y el cuidado, el reconocimiento de los comunes, el derecho al estudio o a la movilidad resuenan como un clamor subterráneo de los nuevos tiempos, que exige ser escuchado porque se hace realidad en el ejercicio cotidiano de las nuevas formas de habitar la ciudad. Se requiere, para refundar la izquierda institucional, futuros gobiernos que, en vez de plegarse a los poderes económicos y extrademocráticos, se pongan al servicio de las urgencias que señalan los nuevos movimientos sociales.
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