El Paradigma Tindaya: El PMM de Tindaya como ejemplo de una mala obra de arte al confundir lo Privado con lo Público y la Naturaleza con la Técnica



Os envío el extracto de un artículo publicado en 2002 en la revista ACTO nº1 que, sorprendentemente y por motivos externos, mantiene su vigencia. El texto completo puede consultarse  aquí.


La naturalización del arte del suelo: el Paradigma Tindaya

Tindaya, pieza inacabada en dos actos

Las entreveradas dificultades políticas y administrativas por las que viene atravesando el irrealizado Proyecto Monumental Montaña de Tindaya ponen de manifiesto, de un modo sintomático, las dificultades por las que atraviesa el arte contemporáneo para realizarse en el dominio público. Que el arte no participa con un papel protagonista en la trama de la realidad presente, resulta una evidencia, y quizás por ello, el arte que nos pertenece resulta, hoy más que nunca, tan irreal, tan irrealizado. De aquí que lo destacable de este proyecto, patrocinado por el Gobierno de Canarias y concebido por el escultor vasco Eduardo Chillida, sea el modo admirable como vienen a congregarse, en una obra concreta y a un tiempo, las formidables potencias –o impotencias– que puede llegar convocar el arte contemporáneo.

Atendamos, en primer lugar a la pequeña historia de este Paradigma Tindaya[1]. El escenario lo forma una extensa planicie costera, dominada por la figura cónica de una montaña solitaria, situada al norte de la isla de Fuerteventura, una de las más llanas y, sin duda, la más árida y lunar de entre las que componen el archipiélago volcánico de Las Canarias. Una cima, por tanto, que marca y deja ver el territorio al que pertenece. Pese a encontrarse en una isla con escasos recursos, Tindaya atesora una considerable riqueza natural: en primer lugar geomorfológica, contiene grandes cantidades de traquita, una roca volcánica ligera, dura y porosa, muy apreciada por su cualidades marmóreas como material de construcción; pero también arqueológica, grabados podomorfos en su cima y diversos yacimientos en zonas medias y bajas; así como biológica, especies endémicas. Por todo ello el terreno formado por este promontorio fue declarado Monumento Histórico-Artístico en 1983, Paraje Natural de Interés Nacional en 1987 y, finalmente, Espacio Natural Protegido con rango de Monumento Natural en 1994.

Con esto es suficiente para conocer el escenario. La acción resulta un poco más compleja. En las mismas fechas en que era declarada Monumento Natural, la empresa minera que había obtenido los derechos de explotación de sus recursos mineros en 1982, es decir, antes de que fuera declarada en ningún sentido zona protegida, se aprestaba a reactivar la explotación de su cantera[2]. La explicación que desde la administración se daba a una situación tan peculiar argüía el elevado coste que supuestamente debería pagarse por el rescate o derogación de aquella vieja concesión. Pese a todo, con vistas a su conservación se solicitó desde la Dirección General de Patrimonio un Plan Especial de Protección (P.E.P., 1993-1995) que fue encargado a un grupo de arquitectos y urbanistas, defensores de una gestión proteccionista e integral del territorio, cuyo proyecto abogaba por la creación de una suerte de ecomuseo comarcal o Estación Cultural. Sobre la escena, pues, dos valores enfrentados, el de la conservación patrimonial de un territorio natural y antropológico en pugna con el de la explotación económica de sus recursos naturales. Era una lucha desigual. Ante lo incierto del desenlace sólo cabía esperar que alguna poderosa instancia exterior influyera en los acontecimientos, pero por entonces, la voluntad política no parecía resuelta a equilibrar tensiones, se mantenía, según parece, a la espera de que los acontecimientos siguieran su curso natural. Así las cosas, el equipo de trabajo del Plan Especial comprendió la necesidad imperiosa de invocar a alguna otra fuerza lo bastante poderosa como para que, esta vez sin titubeos, se decidiera a su favor el desenlace de la liza. Fue entonces cuando surgió la idea de añadir a los bienes patrimoniales del territorio –paisajísticos, geológicos, antropológicos y biológicos-, un nuevo y poderoso valor: “[…] al estar la montaña bendita por la historia y por la tradición, y protegida con el máximo rango por las leyes vigentes, lo lógico era restaurar la ortodoxia urbanística y aumentar el valor cultural de Tindaya, elevando a universal –y por tanto intocable- todo el patrimonio material y simbólico que atesora.” [3]

Arte. Hacía falta una obra de arte. Qué otra potencia podría aumentar su valor hasta lo absoluto, convertirlo en intocable. Era preciso monumentalizar el monumento natural. En el borrador del  proyecto de aquella Estación Cultural ya se había previsto, como estrategia promocional, realizar bienales de land art a celebrar en todo el territorio de Fuerteventura. La actividad de César Manrique en la vecina Lanzarote había demostrado la viabilidad de un modelo rentable de industria turística basada en el valor añadido de las intervenciones artísticas sobre el paisaje. Era lógico que se pensara entonces en intervenir la propia montaña, no sólo porque así se obtenía el necesario plus de valor, sino también porque de ese modo se podrían compensar los intereses económicos en juego: “si nadie estaba dispuesto a rescatar la concesión minera […] que se pagara la protección la montaña a sí misma, extrayendo de su interior ‘en clave de Arte’ el volumen de material que fuera preciso para financiar el rescate de la concesión cuestionada.”[4]

Puesto que hacer agujeros puede muy bien considerarse arte, y ya hace tiempo que así es, por qué no hacer un hoyo artístico que permitiera extraer la traquita suficiente para cubrir con su venta la recuperación de la concesión. De este modo serían los mismos residuos de la obra los que saldarían la vieja deuda contraída por el monumento. Por sus propias declaraciones sabemos que en el equipo del P.E.P. se sentían capaces de diseñar ellos mismos aquel “espacio interior”, pero la situación era demasiado urgente y arriesgada: “Como garantía social ante la exigencia irrenunciable de incorporar a la montaña otra obra de arte, perfectamente integrada en su ya formidable complejo patrimonial, propusimos que interviniera en su concepción un artista de reconocido prestigio universal. Literalmente dijimos entonces, ‘un Chillida’”.[cur. nos.]

Fue el azar …, según parece, quien puso en contacto por motivos de trabajo a los promotores del P.E.P. con el ingeniero José Antonio Fernández Ordóñez, un viejo amigo y colaborador del escultor que trabajaba por aquellas fechas en un proyecto para Canarias. Cuando Eduardo Chillida entra en escena la montaña ya esperaba, ansiosa, “su Chillida”. También el escultor esperaba desde hacía años “su Montaña”. Su primera visita a la isla majorera en mayo de 1994 supuso la plena confirmación de los anhelos de ambos: el artista necesitaba una montaña singular para realizar un viejo sueño basado en el concepto de vacío y la montaña ya tenía preparada una casilla vacía donde “un Chillida” debía depositar su signatura. De hecho, como vino a confirmarse más tarde, aquella naturaleza monumental ya estaba firmada por él. El suyo no fue un simple encuentro casual, fue un reencuentro: los podomorfos guanches desplegados por la cima, eran idénticos, según el artista, a su propia firma. Aquella era, definitivamente, su montaña.

Fin del primer acto. Hasta aquí la escena se mantiene todavía en la normalidad –la que cabe esperar- de nuestra vida pública, permanecía abierta la posibilidad de que aquellas fuerzas que contribuían al desarrollo de la trama encontraran un nuevo y compensado equilibrio. Pero no fue así. Las potencias allí convocadas resultaron demasiado desproporcionadas y no eran, como se vería más adelante, sino un aviso de otras que estaban todavía por llegar. Aunque los actores que las invocaban supieran de su poder, lo cierto es que no parecían ser conscientes del peligro, en especial cuando cada cual las exhortaba a actuar sobre un escenario diferente. Esta multiplicidad de escenarios en una única escena y esa tensión de fuerzas son las que nutren y densifican el significado de nuestro Paradigma. Por lo pronto, la incorporación de la figura del “artista universal” viene acompañada de una polarización que vuelve a reordenar todo el cuadro. El propio escultor describe con exactitud su escenario de intervención cuando declara: “Esos obreros se van a quedar sin trabajo y no se dan cuenta de que al sacar la piedra están metiendo espacio. Si yo les digo cómo tienen que sacar la piedra y la sacan en función de lo que yo les diga, podemos meter el espacio. Ellos se quedan con lo que quieren y yo, con el espacio”.[5]

Era un reparto equitativo, cada cual tenía lo que quería. Los del arte el espacio vacío, y los otros, sus piedras. Las ganancias de unos eran las sobras de los otros ¿Pero quiénes eran esos otros? Lo cierto es que el querer de los escasos trabajadores de aquella cantera debía ser bastante modesto en comparación con la querencia de la empresa minera insuflada por los quereres emanados de las constructoras y de la propia administración[6]. Todo estaba dispuesto para que el dinero público acudiera sin pudor: con la operación se revalorizaba el patrimonio, se satisfacían los anhelos del empresariado local y, al tiempo, se invertía en un negocio rentable, en la construcción de un enclave de interés turístico. Cada cual tenía lo que quería y ya no había necesidad de aquellas precauciones, ni de aquel juego de equilibrismo propuesto por el P.E.P. El Plan Especial para la conservación del territorio se desvanece, al fondo de la escena sólo permanecen: un Monumento Natural, una Obra de Arte Monumental y una Cantera. Era el momento de actuar. Las más altas instancias de la política autonómica se aprestaron a aceptar el reto de la historia y asumieron el papel protagonista. Demasiadas fuerzas en tensión. Cuando se congregan sobre el escenario los deseos políticos, los económicos y los artísticos podemos apostar que los mitos no tardarán en hacer acto de presencia y en adueñarse de la escena. Como si trataran de contribuir a este clímax dramático, enardeciendo el ánimo de los espectadores y disponiéndolos para una aparatosa eclosión final, los actores políticos asumen su recién adquirido protagonismo aumentando y polarizando más allá de lo posible –legal- la tensión. Se creó una empresa pública con la finalidad de rescatar la concesión minera (lo que se hizo, a juicio de los expertos, por un precio desorbitado) y en la que se realizaron unas inversiones millonarias pero por completo improductivas. La montaña continúa intacta desde el año 1995 y la empresa encargada del proyecto ni siquiera llegó a elaborar un plan de viabilidad que permitiera despejar las dudas sobre las posibilidades reales de su construcción. El escándalo financiero y administrativo llegó a los tribunales y se creó una comisión parlamentaria cuya actuación afectó gravemente al gobierno autónomo llevándolo a una situación crítica que fue superada, sin traumas aparentes, en el año 2000.

Fin del segundo acto. La voluntad política actuó con torpeza, pero no cabe duda de que hizo lo que quería hacer. La económica tampoco quedó frustrada, negocio, lo hubo; ¿pero qué ocurrió con la voluntad artística? Si la hacemos coincidir con la de quien actuaba en su nombre, la única que, en realidad, resultó insatisfecha fue la voluntad del artista, ajeno a las maquinaciones políticas y la especulación financiera desatada en torno a su intervención. Sin embargo, con todo el respeto por la honorabilidad personal del escultor, cabría preguntarse hasta qué punto, no ya su voluntad individual, sino la voluntad artística que cabe deducir de su intervención en Tindaya resultaba ajena a todo aquello que se desató en torno ella. “Yo me quedo con el espacio y ellos con las piedras”. ¿No estaba ya anunciada en esta división el drama por venir? Un artista que hace una obra pública ¿puede mantenerse ajeno al hecho de que está haciendo una cosa pública, es decir, constreñida y urdida por todos los valores y contradicciones de lo mundano?

La debilidad de lo mundano lleva aparejado el fortalecimiento de lo mitológico. Aquella montaña nunca había sido tan sacralizada como entonces. Al calor de la enconada y agria polémica que despertó el nuevo PMM de Tindaya acudieron en tropel los viejos mitos redivivos de lo originario moderno. Defensores y detractores recurrían a ellos en igual medida apelando a su presencia como argumento irrebatible. Para quienes se oponían a toda intervención aquello suponía una auténtica profanación, a pesar de que la montaña hubiera sido devastada durante años y mostrara en la falda sus heridas a cielo abierto. Las Islas, según reza en los folletos turísticos, son un paraíso natural y los majos, antiguos pobladores de este vergel, realizaban cultos rituales en Tindaya. Era una montaña sagrada, un lugar mágico. Ese era el motivo por el que Chillida la había reconocido como “su montaña”. Era también el que llevaba a los ecologistas y a los nacionalistas más activos a considerar que, por el contrario, se trataba de “su montaña”, un símbolo de la naturaleza primera y de la venerable identidad de los canarios. En la distancia se hace evidente que las opciones se limitaban a decidir entre distintas acepciones de lo originario: bien la realización de la obra original del artista moderno como genio universal, bien la monumentalización de la pureza originaria del paisaje primitivo y del primitivo paisanaje. El resultado fue una virulenta actualización, en correspondencia con la oposición entre arte y naturaleza, de la histórica encrucijada isleña entre identidad y modernidad, con sus añoranzas del origen respectivas. Si concebimos el arte como un valor absoluto tenían razón quienes apoyaban la construcción de “un Chillida”. Por el contrario, si lo que se considera como valor absoluto es la apariencia “natural” del territorio y la presencia “primitiva” en el terruño, tenían razón quienes negaban legitimidad a su intervención. Bien es cierto que si ya había un monumento, natural, no existía ninguna necesidad de monumentalizarlo con otro monumento, en este caso, artístico. Pero, a poco que se relativicen estos absolutos, tampoco encontraremos razones de peso para prohibir de antemano la construcción de una obra de arte en el interior de un paraje protegido, o mejor, de un paraje construido como un territorio con valor en sí mismo. La decisión, en este caso, no debería obedecer a ningún a priori, sino a la valía de la obra en cuestión, a su acierto en dar expresión y hacer público el sentido del lugar y la vida de quienes lo habitan, en significar la situación donde se emplaza.

Lo fascinante de este Paradigma es que desde la perspectiva del arte público la malograda intervención de Chillida podría muy bien haberse considerado como una obra lograda. Bastaría con aceptar que el arte ha actuado y ha tenido protagonismo. Si construir vacíos en el cuerpo material de una montaña, permitir que su vacío se muestre, puede ser considerado como una obra arte, nadie debe dudar de que construir vacíos en el cuerpo social, permitir que su vacío se muestre, merezca, también, la consideración de obra artística. Por qué considerar entonces que fue el arte quien salió perdiendo en todo este asunto, por qué no aceptar, por el contrario, que fueron, precisamente, su astucia y sus poderes los que hicieron posible que se mostrara un vacío en el erario público de casi 2.000 millones de pesetas y los que llevaron a todo un ejecutivo autonómico a columpiarse, por un momento, sobre el vacío. El inmenso poder del vacuum de Tindaya, provocado por nada, por el mero anuncio de un vacío futuro que iba a ser subvencionado por los desechos de un material preciado y que sería visitado en peregrinación por millones de turistas devotos, habría hecho palidecer de envidia a aquel artista de lo inmaterial que se autocondecoró con el rango de Conquistador del Vacío. Yves Klein nunca consiguió venderlo tan caro y, por descontado, nunca consiguió hacerlo de antemano a todo un parlamento.

“La obra de arte absoluta se encuentra con la mercancía absoluta”[7]. Absoluta y, en este caso exquisitamente especulativa, también en su sentido ontológico. La tan manoseada frase del filósofo de la dialéctica negativa a propósito de Baudelaire podría muy bien haber servido de lema a esta obra lograda de la que hablamos si acaso hubiera tenido existencia como tal. Pero no fue así. El vacío que Chillida deseaba mostrar era el vacío literal de la montaña. Este otro vacío administrativo, el que apela al paisaje como construcción social, no era concebible por su autor como un elemento de la obra. Nuestra interpretación, aunque legítima, debe ser descartada por incorrecta al contradecir la voluntad expresa del artista. El arte todavía no habría hecho acto de presencia ni tendría nada que ver con lo ocurrido. Son maneras de verlo. Ya lo comprobamos más arriba: diferentes deseos y una multiplicidad de escenarios en una misma escena.

Es hora de reconocer que la voluntad individual del artista no se corresponde, en este caso, con la voluntad artística que debe regir en nuestros días una obra de arte público. No es lo mismo hacer obras monumentales según lo entendemos por tradición, como hitos rememorativos que marcan las encrucijadas viarias, que hacer arte público según debemos entenderlo en el presente, como ese tipo de obras cuyo contenido es el propio espacio público al que emplazan o marcan buscando significarlo, que no se limitan, por tanto, a estar allí depositadas en público, ni tienen como función expresa la memorialista o topográfica. Pues bien, me temo que esta diferencia, y sus consecuencias, es la principal fuente de equívocos de este Paradigma Tindaya y la verdadera causa de todos los que se originaron con posterioridad.


El Arte del Suelo frente a la Escultura Moderna Abstracta

“El arte hoy ya no es un añadido arquitectónico o un objeto agregado a un edificio una vez ha sido terminado, sino más bien un total compromiso con el proceso de construcción desde el suelo hacia arriba y desde el cielo hacia abajo. El viejo paisaje del naturalismo y realismo está siendo reemplazado por el nuevo paisaje de abstracción y artificio”.[8]

Ese “proceso de construcción desde el suelo hacia arriba y desde el cielo hacia abajo” es el que debe ser revelado y alcanzar expresión en toda obra pública merecedora de ese nombre. El mismo que en el proyecto de Chillida permanece oculto y actúa desde la sombra produciendo todos los malentendidos que se han generado. Aceptar ese proceso, asumir que se está trabajando en “el nuevo paisaje de abstracción y artificio”, obliga a abandonar la representación frontal, in visu –sea pictórica o escultórica- por una representación situacional, in situ. Entendida aquí como configuradora del lugar, pero no en un sentido propiamente arquitectónico, no como un envase espacial cerrado para conformar habitación, sino en un sentido similar al que ha desarrollado la teoría contemporánea del jardín, como una representación plástica del paisaje en el lugar. Con la salvedad de que el arte del suelo (el land) nace de la radical desubicación tanto de la escultura monumental como del lugar natural, de modo que lo único que aquí se acertaría a representar in situ sería la imagen de un paisaje sin naturaleza:  “Los jardines de la historia están siendo reemplazados por los solares del tiempo”.

En estos solares del tiempo de Smithson, en el espacio público de la ciudad como desierto global (Malevich), lo natural ya sólo resulta concebible como residuo, como aquello que resta de la interacción de las fuerzas del hombre con las fuerzas materiales. El resultado de esa interacción es lo que llamamos paisaje, con indiferencia de que se trate de un paisaje “urbano” o “natural”. De aquí que el arte público sea una práctica lleno de riesgos y de múltiples contaminaciones que en las obras más logradas de aquel “arte del suelo” histórico se neutralizaban evitando la mistificación del lugar mediante el juego dialéctico de lo in situ y de lo in visu. Este era el caso del Nonsite (No-lugar, No-visto):

“El ámbito de convergencia entre Site y Nonsite está constituido por una ruta peligrosa, un doble camino compuesto de señales, fotografías y mapas que pertenecen a los dos lados de la dialéctica a un tiempo. Ambos lados están presentes y ausentes a la vez. La tierra o el suelo del Site está situada en el arte (Nonsite) más bien que el arte situado sobre el suelo. El Nonsite es un contenedor dentro de otro contenedor –la habitación-. El terreno o el local exterior es también otro contenedor. Las cosas bidimensionales y tridimensionales intercambian lugares unas con otras en el ámbito de convergencia […] ¿Es el Site un reflejo del Nonsite (espejo), o sucede lo contrario? Las reglas de esta red de señales se descubren conforme se recorren pistas inciertas tanto físicas como mentales”.[9]

El paisaje, pues, como topografía de signos. Nada más lejos del concepto de Nonsite que la sacralización o la mistificación hierofánica del enclave[10]. No es posible acceder a esta dialéctica del lugar sin abandonar la lógica de la escultura moderna, de aquella estatuaria abstracta, autónoma y ubicua. En ella se sigue concibiendo la obra, pese a la pérdida del ilusionismo y pese a la literalidad con que expresa material y formalmente su propio medio, como una entidad individual dotada de interioridad. En tiempos difíciles cada cual es muy libre de elegir qué camino seguir para realizar su vida o su obra, pero el peligro aquí estriba en confundir, en arte como en cualquier ámbito, lo público con lo privado.

La voluntad que se manifiesta en la obra de Eduardo Chillida pertenece a la opción privada  de la escultura moderna (a la de un yo demiúrgico y originario que se expresa en sus obras). Incluso cuando están depositadas en la plaza pública, sus piezas escultóricas se enfrentan al espectador como una unidad orgánica cerrada, sólida y hermética, con temporalidad interior, y en ellas se pretende dar expresión a algo propio e individual contenido en sus formas, no al espacio público como tal. Su resolución formal viene determinada por la dialéctica de lo vacío y lo lleno: vacía o sustrae parte de la masa provocando rupturas o intersticios en lo lleno, logrando de esa manera modular mediante vanos la forma del bulto. Esta descripción resulta especialmente válida para sus obras en piedra, como es el caso de los alabastros que preludian su intervención en Tindaya, Mendi Hutz -Vacío en la Montaña-, de 1984 y Elogio de la luz XX, de 1990: “En ambas piezas intenta Chillida penetrar la piedra, creando un espacio en su interior al sacar la materia” [11]. También en Tindaya, en efecto, se pretende penetrar la montaña para crear mediante el vaciado un espacio interior. Debemos deducir, por tanto, que en este proyecto se trata a la montaña como si fuera un bulto escultórico, como si fuera esa masa que el plástico moderno modula con sus manos. Con la salvedad de que una roca no es una montaña. Pertenecen a distintos órdenes como lo demuestra el que la montaña sea el lugar donde se encuentran las rocas. La cuestión que cabe plantear, entonces, es si se está haciendo lo mismo cuando se penetra o vacía una roca y cuando se hace en una montaña. Considero que es un grave error confundir una operación con otra.

Las rocas, ya sean trabajadas mediante talla o mediante vaciado, siempre han sido por tradición materia prima del escultor, no así las montañas. A lo que en ellas se hace lo consideramos, por lo general, como un asunto de obras públicas, porque son nuestros ingenieros y planificadores los que se encargan de esa cuestión pública que es hoy el paisaje. Desatender este paso que va de la roca como bulto plástico a la montaña, supone obviar que la significación de un lugar, una montaña por ejemplo, no viene dada por la reducción que el escultor abstracto ha hecho de las cosas con las que trabaja, no depende ni de la expresividad de sus formas ni de la cualidad de sus materiales. Se confunden de ese modo lo estrictamente plástico con el del paisaje como cosa pública, como superficie topográfica, física y formal, pero también social y política, histórica. La idea del vaciado interior es consecuente con la lógica negativa propia de la escultura moderna, en la roca la operación de sustraer es la que determina sin restos la forma de la obra. Pero lo que resta del acto de sustracción en una montaña son, precisamente, las rocas, esas mismas rocas que junto a otras señales físicas y mentales constituían lo que Smithson consideraba como Nonsite. La dialéctica que se plantea en Tindaya no es la del lugar –que es histórica-, sino la del vacío –que es formal- en el bulto plástico. Lo que resta no forma parte de la obra, por eso puede abandonarse, sin mala conciencia, a otra lógica, la económica en este caso: “para ellos la piedra, yo me quedo con el espacio”.

Como digo, esta es la raíz de todos los equívocos posteriores sobre el significado y el valor de ese espacio. Se concibe en sentido literal como el interior de una cantera, como un lugar que resulta de la industriosa extracción de piedras, como el negativo, por tanto, de un espacio de trabajo. Pero no es la industriosidad del hombre lo que aquí se pretende celebrar, lo que se busca es crear un espacio interior, de contemplación, que dé expresión al carácter presuntamente sagrado de la montaña. Es esa simbología la que determina las dimensiones de la sala, un cubo, de 50 metros cuadrados de luz, que hace suyas las dimensiones del Panteón de Roma, aquel espacio consagrado a la asamblea de dioses que estaba presidido por un oculus, el punto luminoso que deja ver sin ser visto. Según podemos leer en la publicación que sirve de presentación al proyecto, aquel edificio había sido el “récord del mundo en luz de cúpulas de fábrica y alcanzó un logro máximo técnico y constructivo que tardó casi veinte siglos en superarse”[12]. Con esta escala sobrehumana lo que ahora se pretende simbolizar no es la hermandad entre los dioses, sino la hermandad entre los hombres, la tolerancia: “Esta idea yo se la ofrezco a los hombres para que no se nos olvide que somos hermanos. Para comprender esa idea hace falta una escala como la de una montaña porque, si no, somos demasiado grandes”[13]. La tolerancia es un tema acuciante, aunque no privativo, del pueblo vasco, quizás por ello, como se apunta en ese mismo libro, la intervención espacial que resulta más próxima a Tindaya es la del vaciado del caserío vasco que el artista ha llevado a cabo en Zabalaga [14]. La casa del padre como un espacio sobrecogedor y como lugar de recogimiento íntimo. Por eso el artista pedía comprensión a los ecologistas para su montaña, “la voy a cuidar y a salvar de mucho más daño del que se le pueda hacer”; y, al tiempo, se sentía temeroso del uso que se fuera a hacer de ella: “Tengo otro miedo que no he dicho nunca y es que va a haber gente que va a querer hacer negocios alrededor y a eso sí que me voy a negar yo”[15].

Nos encontramos aquí con diversos problemas simbólicos y técnicos. Los colaboradores del escultor reconocen que “esta idea plantea una serie de incertidumbres técnicas de difícil resolución. Es una obra que llega hasta el máximo constructivo de nuestros días, ya que supera el récord del mundo de luz en espacios subterráneos”[16]. Las magnitudes del Panteón, el poder técnico materializado en el espacio que daba expresión a los poderes temibles de la divinidad, deben, pretendidamente, dar expresión aquí a la hermandad entre los hombres, pero contradictoriamente, se oculta en la obra todo lo que hay en ella de humano y de mundano.

De una parte, se concibe el espacio interior en intimidad con la montaña, a la que se considera como un lugar natural –no histórico- y a la que se trata, en consecuencia, como un bulto de tierra puesto ahí delante y disponible como materia prima para la obra. Pero se amaga la operación técnica y la reducción de la montaña a bulto de tierra al ofrecerla como un acto sacramental exclusivo, como una celebración artística de su sacralidad, como la expresión de su “espíritu”.

De otra, se amaga también ese carácter técnico tras el propio gesto artístico, se pretende que el demiurgo moderno puede crear un vacío puro en la montaña tal y como lo hace en la roca, cuando lo cierto –la técnica obliga- es que no se va a vaciar, sino a ahuecar, para después poder reconstruir en su interior (mediante hormigonado o por medio de cualquier otro método ajeno lógicamente al mero vaciado) esa gran sala subterránea, “récord del mundo de luz en espacios subterráneos”, con sus dos chimeneas abiertas verticalmente y un túnel horizontal que sirva de entrada y la comunique con el horizonte[17]. Un detalle técnico que, debemos concluir, situaría esta edificación subterránea más cerca del concepto de arquitectura críptica, de la arquitectura de blocaos o búnkeres teorizada por Virilio, que de la idea de una cueva o cantera excavada en el corazón de la montaña[18].

El proyecto fue definido y sus dimensiones establecidas sin un conocimiento fehaciente de las limitaciones técnicas que entrañaba su realización. De hecho, todavía a día de hoy se desconoce si será posible alcanzar ese anhelado récord. Este deseo por afirmar la obra en su ilusión, así como ese previsible encubrimiento o falseamiento premeditado en las técnicas de construcción, acercan el monumento, de manera peligrosa, a esa manifestación naturalizada de las artes que denominamos Kistch. Una tendencia que alcanza su apogeo en la cultura de masas y que nos permite explicar otro de los equívocos de este Paradigma, el de su recepción. El PMM de Tindaya es una iniciativa  vinculada a la Consejería de Turismo, como corresponde a un archipiélago que basa su economía en este sector productivo y no, como cabría pensar, a la de Cultura. Su autor elige como destinatarios de su obra a todos los hombres, a la idea de humanidad. Recogido en el lugar, el individuo se sabría parte de una hermandad universal experimentando su pequeñez ante la inmensidad del universo y  la naturaleza. Pero es notorio que para el comitente, el Gobierno Canario, su destino es bastante más mundano, su finalidad -legítima por otro lado- viene determinada, precisamente, por el deseo manifiesto de que haya “gente que va a querer hacer negocios alrededor”[19]. Al igual que ocurre con las obras de César Manrique en Lanzarote por lo que se paga aquí no es por una obra plástica pura, sino por una obra de arte aplicado, y aplicado, muy en concreto, al marketing turístico y a la planificación económica del territorio. Los elementos técnicos del Panteón, aquella cúpula ojo, podían todavía cimentarse con relativa firmeza sobre el suelo y bajo el cielo de lo divino, pero en nuestro Paradigma Tindaya ya no hay suelo que soporte la actividad técnica ni dioses en los que apoyarse, la Técnica es aquí su único y exclusivo sustento. Por eso, con independencia de la voluntad consciente de los que intervinieron, poco se puede celebrar en este Proyecto de Montaña Monumental más allá de la conversión de la Naturaleza, su motivo, en parque temático y de la Humanidad, su destinatario, en clientela turística. Lo que en esta obra resulta verdaderamente sobrecogedor no es ni la avariciosa torpeza de los gestores públicos, ni las quiméricas potencias espirituales que se invocan, sino lo único que todos los participantes parecen estar de acuerdo en ocultar: la triunfante investidura de la Técnica bajo los nostálgicos disfraces de la Naturaleza. Un ejemplo más de la astucia con que tuerce el deseo y se traviste de Espíritu ese poder terrible que, ya lo sabemos, es solamente humano. Demasiado humano.



[1] Con ese certero calificativo, El Paradigma de Tindaya,  si bien en un sentido que difiere del nuestro, titularon su estudio los autores del Proyecto Especial de Protección de la Zona Arqueológica Montaña de Tindaya (1993-1995).

[2] Al tratarse de canteras abiertas la montaña ya se encontraba devastada por aquellas fechas en la zona inferior de su falda. Lo que resulta más llamativo es que en este mismo año 1994 la Viceconsejería de Industria del Gobierno de Canarias tuviera intención de ampliar las concesiones y estuviera apunto de adjudicar un nuevo Concurso de Investigación convocado con el objetivo de autorizar la posterior explotación de nuevas cuadrículas mineras. Esta contradicción no era tal desde un punto de vista estrictamente legal, dado que los límites estrictos de la zona declarada Monumento Natural no coincidían con los lindes de la montaña.

Diversas empresas constructoras estaban muy interesadas por entoinces en la traquita de Tindaya como piedra ornamental. De allí proceden las placas que revisten, entre otras, las fachadas del CAAM y del Auditorio de Las Palmas, así como de la Sede de Cajacanarias en Santa Cruz de Tenerife. En cualquier caso, se ampliaran o no las cuadrículas mineras la situación era compleja debido a que la empresa que las tenía en explotación desde 1982 estaba obligada por ley a no cesar su actividad extractora a riesgo de perder su concesión por inactividad.

[3] FERNÁNDEZ-ACEYTUNO, José Miguel; VACARI BARBA, Jovanka: “Las piedras asombradas de Tindaya: Carta a Eduardo Chillida”, La Provincia, Las Palmas, 23 de julio de 1998, pp. 38-9. José Miguel Fernández-Aceytuno era el director del P.E.P. de la zona Arqueológica Montaña de Tindaya.

[4] ibidem

[5] LUQUE, Pura: “Escultor del espacio”, Cauce 2000, nº 80, marzo-abril, 1997, p. 63.

[6] Como el lector puede imaginar en esta escena el elemento bufo vendría de la identificación de los actores, en especial la de accionistas y administradores públicos. Pero esa farsa social nos alejaría demasiado de nuestro propósito, el de abordar Tindaya como obra de arte.

[7] ADORNO, Theodor W.: Teoría estética [1970], Madrid: Taurus, 1992. p. 37

[8] Cfr. FLAM, Jack: Robert Smithson: The Collected Writings, Berkeley: University of California Press, 1996.  p. 116. Hay versión española –con una traducción poco fiable- en  GILCHRIST, Maggie; LINGWOOD, James, et. al: Robert Smithson: El paisaje entrópico: Una retrospectiva 1960-1973, Valencia: IVAM, 1993.

[9] Ibidem, p. 153.

[10] Otra cuestión a debatir sería si el propio Smithson se aleja o no de esta dialéctica en sus últimas obras.

[11] BARAÑANO,  Kosme de: “Antecedentes en la obra de Eduardo Chillida” en BARAÑANO, Cosme de;  FERNÁNDEZ ORDÓÑEZ, Lorenzo: Montaña Tindaya, Eduardo Chillida, Madrid: Gobierno de Canarias, 1996. p. 162.

[12] FERNÁNDEZ ORDÓÑEZ, 1996, p. 73.

[13] LUQUE, Pura: “Escultor del espacio”, Cauce 2000, nº 80, marzo-abril, 1997, p. 63.

[14] “Es el antecedente más directo del vaciar artístico de Tindaya. Chillida no ha destruido el caserío sino que ha patentizado su esencia, su capacidad de recogimiento”. BARAÑANO, 1996, p. 162.

[15] LUQUE, 1997. p. 63.

[16] FERNÁNDEZ ORDÓÑEZ, 1996, p. 73.

[17] Se trata de uno de los argumentos empleados también en RAMÍREZ, Juan Antonio: “Otra utopía canaria: Chillida en Tindaya: demasiada tolerancia”, Arquitectura Viva, nº 53, marzo-abril 1997. pp. 65-7.

[18] Sobre la arquitectura de blocaos y búnkeres véase el artículo de Fernando Rodríguez de la Flor y los textos de Paul Virilio en el nº1 de la revista Acto (revista-acto.net).

[19] Para cerciorarse de ello, basta consultar los textos institucionales del citado libro de presentación del proyecto, editado por el Gobierno Canario en el año 1996.


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