Política, producción cultural y enseñanza (valga la redundancia)



Afirmar que este blog nace en un momento crítico parece incidir en ese culto hiperbólico a la actualidad que pretende hacernos creer que cada domingo se juega un partido histórico. Máxime si tenemos en cuenta que nuestro presente está marcado por una crisis largamente anticipada, que nuestra realidad artística huele a refrito, que la reforma universitaria nos invita a converger con metodologías que debían estar implementadas hace décadas… hasta la muerte de Brea estaba ya anunciada. Y, pese a todo, vivimos un momento crítico. Y no, ciertamente, porque lo que acontece resulte novedoso sino porque la incapacidad de percibir lo obvio que caracterizó la década que ahora se cierra parece haber tocado fondo: lo novedoso es que ya no podemos ignorar lo que acontece.

La sostenibilidad de nuestro desarrollo sólo puede basarse en la negación de lo evidente, la coexistencia de prácticas artísticas incoherentes con el propio contexto que han ayudado a definir sólo resulta asumible merced a la aceleración de la táctica de la huida hacia delante, la libertad de cátedra ya no puede vender como resistencia su alejamiento de la realidad. Por eso se me antoja que vivimos en un momento crítico, precisamente porque no necesita más crítica.

No es necesaria ni una denuncia más para asumir que nuestra democracia está carcomida por una burocracia política sustentada en la corrupción, en la corrupción no sólo del sistema sino, sobre todo, del carácter (paradójicamente, los delitos flagrantes que cada día salen a la luz no hacen sino ocultar el hecho de que la normalidad de la gestión ‘dentro de la legalidad’ está basada, incluso en plena crisis, en un uso inmoral e ineficaz de los recursos que tiene como objeto fundamental sostener un statu quo insostenible). Pero, por ello mismo, de poco vale ya esa retórica de la consternación que estetiza la política extraparlamentaria maquillando de indignación la falta de compromiso. Creo que los agentes de la cultura deben superar su alergia al asociacionismo y reintegrarse a la sociedad civil. Y creo, por poner un ejemplo, que la reciente redacción del plan estratégico para la cultura ha sido una oportunidad desperdiciada.

En el plano universitario no parece de recibo esconder tras el pretendido acoso neoliberal a las humanidades el hecho de que el ‘proceso de convergencia al espacio europeo de educación superior’ nos obsequia cada semana con un nuevo curso de reciclaje que presenta unas ‘innovaciones’ docentes que resulta sorprendente que no nos parezcan de Pero Grullo. Pero tampoco necesitamos incidir en las carencias del sistema educativo, hay que imaginar nuevas formas y contenidos para la enseñanza. Y, en el ámbito concreto del arte, me parece urgente –además de revisar de forma radical lo que consideramos fundamentos de nuestra disciplina- definir qué significa investigar.

En clave sólo parcialmente local, incluso me parece ocioso criticar nuestra política cultural ‘modelo septenio’ sin incidir en la crisis genérica de la ‘estética de la excelencia’ (vinculada a la idea de ciudad-marca y a la consecuente supeditación de la vida al espectáculo con el ánimo de competir en la nueva economía del conocimiento; o bien a las estrategias promocionales para subvencionar el sobrecoeste que la insularidad opone a la colocación de la producción cultural en el mercado global). Es difícil obviar que el consenso que ha generado el fracaso de esta política exige también el replanteamiento de unos modelos y protocolos de comprensión y legitimación de la cultura que siguen firmemente arraigados en nuestras prácticas. Parece probable que la lógica cultural de este principio de siglo, con sus auditorios, tanques, teas, bienales y septenios, incurra en tantas contradicciones como la ‘obra personal’ y la estética del ‘selfbranding’, la educación artística ‘a la boloñesa’ (basada en el trabajo individual del alumno) o la proyección de la producción hacia el mercado. Pero lo cierto es que ahí están esos mecanismos y sus posibilidades, con ese aspecto siniestro tan propio de nuestra época, que nos ha legado unas infraestructuras, unas prácticas y unas categorías mentales bastante contradictorias con el modelo de vida que tenemos que construir desde ellas (algo que tampoco tiene nada de novedoso: pese a la retórica revolucionaria del arte casi todas las revoluciones son reformistas y construyen sus mundos con los ladrillos conceptuales de los que vienen a superar).

Y, posiblemente, lo más siniestro de todo sea el arte mismo: su impagable servicio a la causa del nihilismo, al desmontaje de su propio aura, le ha avocado a una dinámica autorreflexiva (casi suicida) que no tiene ya sólo que ver con su ‘desmaterialización’ y ‘conceptualización’ sino incluso con la obsolescencia ‘programada’ de sus procedimientos retóricos y sus referencias disciplinares en el contexto del privilegio otorgado a la acción frente a la actuación.

Todo ello nos impele a lograr que la reforma de las enseñanzas artísticas que hemos promovido evolucione desde la fase del ‘éxito promocional’ a la de la ‘productividad investigadora’ (personalmente concibo el proyecto editorial de Futuro Público en esa línea), entendiendo esta al margen de la injustificable confusión de la ocurrencia (o el ejercicio profesional) con la investigación. La orientación del arte al mercado es insostenible; y la crisis del empleo público (no vinculado al ejercicio del nepotismo) nos ha legado una generación de jóvenes ‘sobrecualificados’ que engrosan las filas del ‘precariado cognitivo’ (eso que los seguidores de Negri -los neo.marxistas que siguen confiando en la desgracia como motor revolucionario- consideran el nuevo ‘sujeto histórico’, cuando posiblemente no sea más que otra evidencia de la crisis del estado del bienestar y de las expectativas modernas de emancipación). Si el artista (al que ahora se suma el arquitecto en paro que ya no puede beneficiarse del blindaje colegial de su ejercicio profesional) no puede ganarse la vida produciendo mercancías o dando clase, quizá deba adquirir un estatuto similar al del becario de investigación en un plan de I+D cultural por definir que genere un capital cultural por definir en un proyecto de relocalización cultural por definir.

En fin, mucho por pensar y por hacer. Tanto que abruma, en la misma medida que fascina. Deberemos volver sobre todo lo que aquí se deja apuntado desarrollándolo en ese triple plano: la política, la producción cultural y la enseñanza.

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