(Semiosis del museo) o ¿qué hay de la imagen-sospecha?

Para Jorge L. Gutiérrez (primer lector museográfico)

“¿Y qué?
¿Y qué me das a mí,
a mí que he perdido mi nombre?”

– Alejandra Pizarnik


Una y otra vez vendría la responsabilidad cívica recobrada tras la constitución de un gran proyecto surgido a raíz de una real individuación del hombre –el que pudo liberarse incluso de la emancipación. Se trataría entonces de leer siempre bajo el supuesto de que hemos sido capaces de abandonar los dogmas de la modernidad-dominante sin alinearnos con los gestos de su crisis, es decir, todas aquellas viejas formas en las que la resistencia aparece banalizada por su mismo ejercicio. Y a las modas frikies de la resistencia se suman el otro, la periferia o el intertexto que son tratados en esta neo-Ilustración como lugares comunes desactivados de toda problemática real, atravesados como giros necesarios a cubrir en esta falsa crítica globalizada. Instaurar en el seno del aparato de poder (del imaginario) estos topoi ha dejado de garantizar la responsabilidad de quien los gestiona para convertirse en la salvaguarda de los universos abortados. Como una suerte de cuota mínima engullida que cubre las apariencias.

Nada excepto la alta responsabilidad queda cuando se han extirpado los nombres, cuando ya todo ahora está por nombrar y por hacer. En medio de la disputa global entre la voluntad acaparadora y coleccionista de los museos y la aspiración subversiva y desprendida de los centros de arte, Canarias inaugura TEA: Tenerife Espacio de las Artes, como un complejo sin nombre –que no innombrable- a la espera de que su actividad atraviese los límites formales de todo planteamiento museográfico anterior. La propia periferia otorga la locación ideal para examinar los márgenes discursivos y apostar por la estetización difusa del mundo, en una apropiación de la voluntad de leer entre líneas que caracterice la experiencia lectora bajo nuevas economías de distribución y conectividad. Definitivamente, el Gran Museo llegado a la isla ha facilitado un acceso directo y cotidiano –para el público de periferias- a las prolijas exposiciones propias de mega centros capitalinos. Incluso su voluntad por saberse inmerso en el tejido local procura excelsos esfuerzos por garantizar la cuota de voces insulares entre sus paredes. Pero no por directo, resulta más inmediato.

Como en una docilidad imperceptible, TEA ha entregado ya una plétora de exposiciones en las que se reconoce su férrea voluntad por participar de una figuralidad lineal guiada (esto es mediada), a la manera en la que la Ilustración es percibida hoy –cosméticamente- como una plana relación entre el agente diciente y el paciente espectador. Estos ejercicios iluministas –extensibles a numerosas actitudes curatoriales para grandes centros- hurgan en estudios de caso (expresados en temas de exposición) donde la moralidad incuestionable corre feliz por entre sus pasillos, reconociendo a la Institución como educador fundamental de los sistemas sociales y estéticos de la contemporaneidad, y al museo como instrumento implacable de su trascendental labor. Parece educarse la gestión de la violencia infantil (Si quebró el cántaro…), el inorgánico paisaje actual (El silencio de los objetos) y, cómo no, la idea misma de producción artística que se dirige y guía con todos los recursos de los que cuenta; habituales siempre cartelas y folletos explicativos que lo dejen todo bien claro (“esto no es arte” o “esto es un video de internet”, llegan a rezar algunos dispositivos textuales en sala, en una clara voluntad por incapacitar al lector para que así lo decida por él mismo).

Desde una perspectiva semiótica, estos ejercicios discursivos se anclan en modelos pre-Nattiez y pre-Molino, subrayando el rol poiético del hablante-museo como único poseedor de las herramientas del discurso en las que está inmerso. Nada queda, pues, en manos del lector (espectador), y de su proactiva capacidad estésica, ni siquiera del discurso mismo (la propia exposición que habla), en un reconocimiento algo aurático por el cual las paredes serían en sí no sólo portadoras de enunciado, sino enunciadoras propias.

El resultado de ello descansa en un formalismo radical –y por lo demás, escenográficamente plano- que trata el territorio como una gran superficie sobre la que actuar moralmente y no como una malla de relaciones intersubjetivas que avale el conflicto de los juegos de código que lo definen. Esta ausencia de modelo intersubjetivo (que todo lo acapara y no permite la fuga en su seno) se lamenta como efecto de una preeminencia del objeto-imagen, y no del objeto-mirada, sosteniendo una pasividad en el ejercicio escópico que no deja de cultivar un distanciamiento acrítico que refuerza a su vez el fetichismo de la cosa y su artefacto. De ahí algunos errores gramaticales, como yuxtaponer las series análogas de Cindy Sherman con las de Gillian Wearing, en un ejercicio expositivo que instrumentaliza la novela Mobby Dick para justificar la selección de piezas de autores que “como la tripulación del Pequod, proceden de diversos países” (sic). La falta de pliegue –y fuga, y resto, y escape, y error- en esa gran superficie cartografiada convierte el campo de juego en una síntesis homogeizante –y ficticia- de aquello que Derrida llamó función-centro. Quizá sean pocas las aproximaciones que acierten de un modo tan preciso en la definición de estos grandes aparatos del imaginario construidos en periferia que ésta del pensador francés, quien entiende la función–centro como el núcleo que “representa simbólicamente aquella instancia que condensa el poder de organizar un número infinito de sustituciones de signos y de ponerle límite al juego de la estructura” (1967:408).

Operar desde esa conciencia integrada, conlleva un delirio compartido y consensuado que da pie al espejismo colectivo que busca silenciar las luchas interpretativas que se desatan en los márgenes de la representación oficial con el objeto ulterior de facilitar una hermenéutica lineal y sencilla, de rápido consumo. Un consumo al que se suma con rapidez el propio espectador que es capaz –paradójicamente- de abandonar una memoria larvada, activa y constitutiva para arrojarse pasivo al enunciado de una maquinaria que se siente cómoda decorando la superficie, sin dejar que en ella aflore lo que debería remover desde el subsuelo. Ese nuevo ocupante se relaciona con el espacio y la tesis a anunciar en cada exposición, sin duda, efectúa comentarios y profiere pasiones, pero se halla secuestrado en el contenedor de lo que J.L. Brea vino a denominar como un dominio interpasivo (2000:2). Toda política honesta pasaría por, en esa medida, reactivar los flujos interactivos, mutuos y dialogantes de los varios, y comprender el nosotros como la real función-centro que diseña y comparte el juego representacional, un territorio construido por las pasiones del otro (ya ni siquiera nos atrevemos a hablar de emoción, en el régimen museístico), una sacudida que despierte cada dinámica micro-diferenciada que posibilita el proyecto expositivo, y que no entiende el nosotros sin un previo sujeto-individuo que egoactúe en ese dominio. Porque, en última instancia, ya Lacan nos advirtió de que “es sólo el otro el que crea el cuerpo del sujeto” (1964:147).

La reciprocidad de una intersubjetividad operativa en el seno de la institución viene respaldada por una eterna sospecha mutua y de sí mismo que procura el entorno adecuado para activar diálogos desprovistos de luchas de poder y juegos dicientes, con el fin de permitir la activación del real lenguaje crítico y proactivo que trascienda –más allá del consuelo- los roles preasignados a cada conversador, no sólo permitiendo que el proyecto sea un universo abierto en el que el intérprete pueda descubrir infinitas conexiones, sino advirtiendo que, de facto, -en boca de Umberto Eco-: “el lenguaje refleja la inadecuación del pensamiento, y estar-en-el-mundo significa sólo darse cuenta de que no se puede identificar un Significado Trascendental” (2009:65). Ello, a su vez, daría pie a romper con el blindaje del sentido otro.

Quizá esté ahí una de las claves: ocupar el dominio del museo y su semiosis a través de proyectos (entendidos casi desde la acepción más inestable, provisoria y eternamente futurible) y no de muestras o exposiciones. Pero ello supondría –no sólo un cambio terminológico- sino una completa transformación de los cimientos sobre los que se construye el marco semiótico del centro, supondría dejar de aprehender la figura del museo como una divinidad reposada en la corteza de la urbe, y advertir al lector como el real superhombre, el superhombre que comprende la única verdad: que el museo/curador no sabía de qué estaba hablando porque el lenguaje hablaba en su lugar.

No se trata de escribir para un proyecto, ni siquiera de escribir sobre el proyecto, sino de reconocer que el proyecto se produce él mismo como texto.  Y por tanto, la curaduría se asume como escritura límite que ensaya la criticidad desacralizada de la escena, antepuesta al ejercicio de nombrar e ilustrar (de arrojar luz) a la experiencia. La traza curatorial entraría entonces a autorizar la fuga lumínica y a acomodar en el seno de la institución (ya en minúscula) la necesidad de las sombras, los puntos ciegos, los juegos descreídos y las imperfectas desviaciones que activan la dinamitación de todo culto a la imagen. De hecho, quizá entonces sabríamos que las curadurías discuten la finitud y la escrituralidad (la misma sobre la que reposan), gestionando las relaciones de la anti-imagen (pero no su culto). A estas alturas nadie podría negar que las curadurías no operan con la imagen, sino con la conectividad de sus apariencias (o lo que viene a ser lo mismo: la apariencia de sus conectividades). ¿Qué hay, entonces, de la imagen-sospecha?

Existe en todo ello una economía de la lectura, una lógica de la oscilación que erosiona el museo permitiendo las zonas de sombra y los claroscuros, una ingeniería garante de una plataforma crítica capaz de intuir esa comunidad por venir, reposada siempre en una lección inestable –crítica ella misma-, cuyo primer efecto es ese principio de incompletud que agite al espectador, lo disponga en el seno de los flujos de tensión, que lo entienda él mismo como cuerda fluctuante del artefacto y su tejido.

Salir del museo con más respuestas que preguntas evidencia el fracaso del proyecto y obliga a perfilar un entorno basado en la cuestión y el interrogante, a subrayar la carga crítica frente a la carga positiva-diciente, que no es sino la que provee un ejercicio descriptivista totalizador, que aborrece lo obsceno, no por escatológico, sino por evidenciar literalmente el fuera de escena, el nada-queda-fuera de lo que profieren sus paredes.

Pero descansar en el rol lector-interpretativo no desocupa la responsabilidad del museo, muy al contrario, en ella radica toda posibilidad de valor crítico: diseñar el paisaje propicio para que el lector sospeche que todas las salas esconden un secreto, que las paredes no dicen, sino que anuncian lo no dicho que enmascaran. La victoria del espectador consistirá, extrapolando a Eco, en hacer decir a la pared todo salvo aquello en que pensaba el museo: porque apenas se descubra que hay un significado privilegiado (guiado, expuesto) tendrá la seguridad de que no es el verdadero.

El real lector es aquel que comprende que el verdadero significado de una pared es su vacío.

El resto es contribuir a forjar una maquinaria simbólica que estimule la experiencia dominguera del arte (y algo de demagogia infantil), y evadir la edificación de una nueva comunidad crítica que abrace el sentido provisorio como significado originario.


Roc Laseca © 2010. El artículo se publica en futuro público con el permiso de su autor. Para la reproducción total o parcial del texto se requiere la consula previa a su autor.

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