Entrevista con Yaiza Hernández, por Alejandro Castañeda, publicada originalmente en el libro DIDDCC. Departamento de Investigación, Datos, Documentación, Cuestionamiento y Causalidad (ed. Sergio Rubira), CA2M Centro de Arte Dos de Mayo, Madrid, 2017.
Yaiza Hernández es profesora e investigadora en Central Saint Martins School of Art de Londres, donde es coordinadora académica del Máster de Investigación Artística en Estudios Expositivos y miembro de Afterall Research Centre. Además, ha sido Responsable de Programas Públicos en el MACBA, directora del CENDEAC y conservadora en el CAAM. Fue una de las invitadas externas a participar en las sesiones de trabajo del DIDDCC en el CA2M, donde se abordaron cuestiones como la crisis de la configuración de los modelos institucionales y expositivos dominantes así como la dimensión filosófica o política implícita en su reconfiguración. Como conclusión, nos dejó una pregunta abierta que ahora le devolvemos…
¿El museo incluye o excluye?
Esta pregunta no era mía, la hacía el museólogo Richard Sandell en 1998[1]. Quizás la razón por la que decidí recordarla con ustedes tendría ver con las jornadas «Horizontes en el arte español» que tuvieron lugar en el Museo Reina Sofía en el año 2013 y a las que fui invitada a hablar del “valor social del arte”[2]. Entonces, mi participación partía de cómo el gobierno de David Cameron en Gran Bretaña –bajo el paraguas retórico de la «Big Society» y a raíz del Public Services Act del 2012– estaba utilizando el concepto de «valor social» para financializar los servicios públicos, utilizando además el valor social en una métrica que permitía valorar cosas como la capacidad de atraer trabajo voluntario, algo que en tiempos de austeridad resultaba particularmente preocupante[3]. Quería simplemente advertir sobre este tipo de conceptos híperflexibles, sobre el apelar a algo como el «valor social» sin dejar muy claro a qué se está apelando. La reacción de muchas colegas fue negativa, como si les estuviera contando que lo “social” nos tenía que importar un pepino, lo cual da una idea de lo poco que hemos lidiado con políticas de este tipo –y sus derivas neoliberales– en nuestro país.
Creo que en España se ignoró casi por completo la vertiente social de los museos durante mucho tiempo, sólo post-crisis pasan a darse cuenta de que tienen algún tipo de responsabilidad en este sentido[4]. Antes, incluso en aquellos espacios que abogaban una “nueva institucionalidad” la responsabilidad pública no pasaba del nivel temático. El appeal que lanzaba desde el museo estaba siempre dirigido a grupos sociales dominantes y muy concretos. Si pensamos en lo que ha sido el TEA de Tenerife por lo menos hasta la llegada del nuevo gerente: un museo donde hay una puerta fuerte y cara por la que apenas nadie pasa y donde lo único que parece tener vida es la biblioteca y el restaurante, es un modelo francamente anacrónico, pero ha sobrevivido en un país sin políticas culturales definidas. En cualquier caso, para volver a la pregunta del principio, era una pregunta con trampa.
¿Dónde situaríamos el comienzo del interés por la inclusión en los museos?
En la museología europea más amplia, desde los años noventa comienza a verse un cambio de énfasis desde la colección a los visitantes. Este giro fue un reclamo de la nueva museología y no necesariamente de las prácticas artísticas “relacionales” o “dialógicas”, aunque la coincidencia en el tiempo ha hecho que repetidamente se historice así. Parece que siempre fueran los museos los que seguían la avanzadilla de los artistas, pero la realidad es más compleja. El reclamo de la nueva museología de corte marxista venía de antes y desde museologías que no occidentales para las cuales la prioridad de las colecciones era tan insostenible como poco deseable, si nos vamos por ejemplo a la mesa redonda del ICOM del año 1972 en Santiago de Chile, ya vemos ahí otro posible modelo de museo que aún hoy nos elude.
Pero digamos que estas demandas de convertir el museo en un instrumento de empoderamiento social tienen una larga historia de co-optaciones. En Gran Bretaña, que es el contexto que mejor conozco, hay un momento interesante a finales de los noventa en el que el gobierno de Tony Blair trata de aunar el pensamiento de personas con una agenda social como Richard Sandell de la escuela de museología de Leicester y la agenda de alguien como Charles Landry de la consultoría Comedia y su idea de la “ciudad creativa”. Lo que se consigue es, de nuevo, maquillar la realidad de unos procesos violentos de desposesión a golpe de enfranchisement artístico o cultural.
Pero mucho antes, Bourdieu ya había demostrado la naturaleza excluyente del museo, ¿cuál es la propuesta que se hace desde la escuela de Leicester en respuesta a esto?
Son dos momentos y dos disciplinas. Hay que tener en cuenta que Bourdieu se traduce tarde en Gran Bretaña, a finales de los 80. Digamos que para entonces ya se había constatado que ir al museo era un hobby de las clases acomodadas. Y además, dentro de esto, los museos de arte eran los más elitistas[5]. Los museos de ciencias o de historia natural o social, son sitios donde una investigación avanzada, –que se desarrolla en otro lugar como el laboratorio o la academia– se presenta de forma pedagógica, pero un museo de arte contemporáneo presenta la versión más avanzada del arte y no necesariamente la acompañaba de ningún esfuerzo pedagógico. Una de las soluciones que se ofrece desde una perspectiva marxista ligada a los estudios culturales y a una desjerarquización de la alta y baja cultura, es la integración del museo en el mercado del ocio. Digamos que, si un parque de atracciones podía conseguir que gente de todo tipo de estratos socio-económicos lo visitaran, ¿por qué no podía suceder lo mismo con un museo? Eilean Hooper-Greenhill, por ejemplo, escribiría a finales de los ochenta que los museos debían “demostrar su relevancia y reclutar a sus audiencias en un nuevo y agresivo mercado del ocio”, una exhortación que entonces podía plantearse como aliada de una agenda de inclusión social y hoy suena bastante más distópica[6]. Es esta alianza malparida la que marca la tónica de la política cultural del gobierno de Blair. De hecho, el propio libro de donde extraigo la cita The Museum Time Machine –un clásico de la museística británica– fue publicado por la consultoría de Charles Landry, Comedia. Digamos que al abogar por una inclusión canalizada por la vía comercial se efectúa una reconversión del usuario en cliente y de la cultura en mercancía. Todo esto al margen de las mejores intenciones de algunos de sus actores.
Los procesos excluyentes evidencian un fallo estructural a nivel social que llevan al museo a ser un territorio más o extensión participante en el déficit cultural y social, ¿cómo se actúa desde la administración para atender esta disposición?
Continúo con el ejemplo británico, en el año 98 se establece en el gobierno británico un departamento gubernamental, la «Social Exclusion Unit» para enfrentarse a la llamada “exclusión social”. Hasta entonces, los medidores británicos no hablaban de «exclusión social» sino de “pobreza” o de “igualdad”. La exclusión social es un término que se había introducido en Francia a finales de los 80, pero que no había entrado en política, en el sentido de ordenamiento, hasta ese momento en Gran Bretaña. La idea era que el término «pobreza» no daba cuenta de la cantidad y variedad de carencias (sociales, afectivas, educativas, culturales, etc.) que una persona podía sufrir, al centrarse sólo en la carencia de bienes materiales. Esta amplitud del campo prometía unas métricas más sutiles. No es lo mismo ser pobre y tener muchos amigos, que ser pobre y no conocer a nadie, o ser pobre y tener muchos estudios, que no tenerlos. Y, en lo que nos concierne, no es lo mismo ser pobre y tener acceso a la cultura, que no tenerlo. En principio la «exclusión social”, parece una buena idea, pero como ocurriría después con el “valor social”, es un término mucho más fácilmente modificable que la materialidad bruta de la “pobreza”. Pues bien, 1998 es también el año en el que Richard Sandell publica su artículo “Museums as Agents of Social Inclusion” en el que lanza nuestra pregunta inicial: “si los museos contribuyen a la exclusión social de grupos e individuos ¿es posible que también posean la capacidad de recuperar e reintegrar a aquellos a los que excluye?”. Y la pregunta, como decía, es tramposa. Según todos los datos, los museos ciertamente excluían a numerosos grupos sociales, es cierto, pero no determinaba en sí mismo estos procesos excluyentes que le anteceden y determinan. Es decir, en respuesta a la pregunta de Sandell, no, el museo no tiene el poder de crear ni destruir estos mecanismos de exclusión, puede apenas reforzarlos o cuestionarlos.
Ahora bien, la idea de que el museo podía prevenir la exclusión se empieza a movilizar dentro de una narrativa más amplia en la que nuestras opciones de vida personales se presentan como determinantes, no sólo invisibilizando los límites estructurales de una movilidad social cada vez más restringida, sino delegando en nosotros mismos la responsabilidad por un bienestar que, al menos putativamente, había sido entendido como responsabilidad del estado. En este sentido, es paradigmática la publicación de otro miembro de Comedia, François Matarasso (Use or Ornament? The Social Impact of Participation in the Arts) donde la participación en actividades artísticas se presenta como una panacea que sirve para cosas como “mejorar la empleabilidad” de la gente, hacer que las personas aprendan a “depender de sí mismas”, “rehabilitar e reintegrar a los delincuentes”, “aceptar el riesgo positivamente” o mejorar la “imagen de los organismos públicos”[7]. Nos hemos acostumbrado al lenguaje hiperbólico cuando se trata de describir los efectos sociopolíticos del arte, pero recordemos que esto no sólo sirve para inflar los egos de artistas y comisarios, nada le resultaría más cómodo a un responsable político que pensar que hacernos creer que se pueden solucionar problemas sociales a golpe de arte dialógico.
En este sentido, es interesante recordar que a principios de los noventa lo que entonces se llamaba “community arts” no se tomaba en serio, tenía una relevancia casi nula para la “práctica artística avanzada” y su historia apenas había sido examinada. Entonces, no se trata de pensar que las socially engaged practices son más cómplices con los estamentos estatales que cualquier otra práctica, pero si vale la pena recordar que por lo menos en parte, su ascendencia durante los noventa estuvo acompañada de una política cultural determinada por las métricas del “impacto social” y que éstas son, cuando menos, políticamente ambiguas.
Si nos desplazamos a España, podemos observar la falta de acción generalizada sobre estas nuevas lógicas institucionales y museísticas. ¿Cómo se tradujo esta situación?
Creo que en este momento entre los primeros noventa y la crisis financiera, en el que vimos una verdadera explosión de centros artísticos en España, existió la posibilidad de hacer muchísimas cosas, en realidad casi lo que nos diera la gana, pero la oportunidad se perdió. Mi sensación es que, al carecer de políticas culturales serias a nivel estatal o regional, había una combinación de margen de maniobra y recursos extraordinaria, pero se hizo bien poco con ella. Es cierto que, como se ha repetido millones de veces desde el “sector” también existe un intrusismo político debilitante, pero éste tiende a ceñirse al nivel temático. Si hacías una actividad con un tema que nos les agradara, lo más probable es que te la cerraran (como nos pasó en el CAAM con El corazón de las tinieblas, mi primera dimisión en el año 2004). Pero aparte de asegurar sus comisiones por la construcción de grandes infraestructuras, a los políticos la minucia institucional parecía importarles también bien poco. Creo que es un mea culpa que nos toca entender, fuimos una generación de profesionales que llegó a sus puestos con una facilidad ahora impensable y no supimos ver ni aprovechar las posibilidades que teníamos[8].
¿Dónde nos encontramos ahora?
Lo que parece curioso es que ahora esos mismos profesionales para quienes su relación con el público no ha pasado de ser un afterthought en treinta años estén haciendo unas defensas muy burdas de lo que es la participación en un museo. Está muy bien que los museos se llenen de gente, pero tiene que haber algo cualitativo en esa relación. Llamar a la participación porque sí, sin saber muy bien para qué se quiere que vaya la gente al museo ni qué hacer con ella no sólo es absurdo parte de premisas equivocadas. En un momento donde hay una multitud de cosas que compiten por tu tiempo, tu atención y tu participación productiva, en un mundo digital, seguir pensando que abrir el museo a la gente es una concesión del museo hacia la gente, es totalmente miope. En las circunstancias actuales o conseguimos que la gente se haga con el museo, o acabaremos con un modelo museístico del Ancien Régime.
Este es un punto interesante, ya que el medio para la inclusión sería una comunicación y participación horizontal y bidireccional, generalmente conducente al fracaso de la unidireccionalidad debido a la improcedencia de las herramientas empleadas y de los procedimientos propuestos. Sin embargo, vemos cómo en el momento digital no es posible otra vía que no sea la bidireccional e instantánea, ¿cómo afecta esto al museo?
Justamente. Estamos, creo, viviendo en medio de una crisis radical pero productiva, una crisis de legitimación de los mecanismos de representación (no sólo culturales, claro está, pero también). En este sentido la demanda de democracia real es también una demanda para el museo y para tomarla en serio es urgente un cuestionamiento integral de la institución decimonónica con la que seguimos trabajando. Y esto pasa, entre otras cosas, por cuestionar la autoridad de directores y comisarios para tomar decisiones “en nombre del público”. En un mundo digital, no sólo contamos con una vía directa de comunicación con las instituciones, sino que al compartir plataformas de enunciación podemos reivindicar mucho más fácilmente nuestra propia voz.
En sintonía con el desarrollo de estas nuevas fórmulas, como la capacidad comunicativa directa con la institución que has comentado, ¿podríamos ver al museo como el lugar para el ensayo de una suerte de post–nueva institucionalidad?
Es cierto que una de las cosas más interesantes que está sucediendo, o que tiene un potencial de suceder en términos de arte contemporáneo, son los procesos de institucionalización; el entorno del arte contemporáneo como un lugar en el que poder ensayar formas institucionales nuevas. El llamado “nuevo institucionalismo” creo que fue otra cosa, con muchas virtudes pero no necesariamente interesado por la institución. En gran medida fueron instituciones dirigidas por comisarios, y esto quizás hizo que la institución en sí misma se tratara como una obra, que se concentrara el trabajo en el terreno de la representación. El hecho de que, por ejemplo, el MACBA (que sería nuestro caso de “nueva institucionalidad” más evidente) pre- y post- Borja-Villel sean dos instituciones tan diferentes (pensemos en La bestia y el soberano) revela hasta qué punto el trabajo institucional está por hacer. Las tareas pendientes me llevan a pensar más en labores como la de Laurence Rassel en la Fundació Tàpies, dentro de los límites de una institución añeja, preguntándose qué recursos tenían y buscando fórmulas no sólo para maximizarlos, sino para compartirlos, buscando formas de forzar marcos legales, normativos. No son acciones que se puedan describir eufóricamente en una nota de prensa para e-flux, y tienes todas las de perder, pero son importantes, urgentes.
¿Cómo se puede conciliar, en esta propuesta de ensayo, la necesidad continua y casi patológica de reciclaje presente en el arte contemporáneo, con una formulación institucionalizante que, probablemente, necesite otros tiempos o velocidades?
La bondad, por así decirlo, de la institución artística es que está regida por unas normas hasta cierto punto débiles, y debido a esa necesidad del arte a la que apuntas como “patológica” de negar sus previas instanciaciones, son normas que se entienden siempre como provisionales. Todos sabemos que las instituciones se osifican tanto que se vuelven absolutamente intransigentes, dejando muy poco margen para funcionar de otra forma que no sea bajo sus normas. Pero cuando generas la institución en un terreno cuya lógica ya es la de la constante reformulación, tienes la ventaja de imaginar qué podría ser una práctica instituyente, en el sentido de una práctica ligada no ya a un poder constituido (y por tanto instituido) sino a un poder constituyente, un poder cuya capacidad de instituirse permanece indefinidamente en suspenso. Es bien posible que sea a este nivel –y no al nivel de la obra individual– donde radica la potencia política más prometedora del arte contemporáneo.
A pesar de haber sido diagnosticado y haber tomado posesión del marco teórico desde el que actuar, lo cierto es que se ha importado en el arte un star-system que ha penetrado hasta la institución y en el que la autoría domina lo que se hace. ¿Cómo ha afectado esto a nivel institucional?
Como decíamos antes en relación al nuevo institucionalismo, hemos visto como se adopta una lógica autorial, no ya del artista, sino del comisario-director. Es elocuente, por ejemplo, que desde principios de los noventa se genera una cantidad ingente de literatura sobre comisariado para nutrir los nuevos cursos de formación que comienzan a ofrecerse entonces. Pero esta literatura ignora, casi por principio, toda la literatura sobre museología, incluida la museología radical, que desde los años sesenta se preguntaba acerca de la institución. Se hace una especie de tabula rasa, donde la genealogía del comisario independiente se divorcia de la del comisario tradicional para ligarse a una narrativa de evolución artística, como diría Jens Hoffman, el comisario independiente como “la curatorialización de la crítica institucional”[9].
¿Qué papel juega el museo dentro de la interdiscursividad que se establece entre los pensamientos generados por artistas, comisarios y teóricos?
Ya que hablas de pensamiento, hablemos de teoría, ha habido durante mucho tiempo una manera de concebir la teoría del arte, no solamente en el museo sino también en la academia, que es particularmente extraña. Lo que manejamos no es una teoría de lo que el arte es (algo así podría legítimamente llamarse teoría del arte) sino un corpus más o menos estable de “teoría” cuya relación con el arte no es nada evidente, cuya afinidad con ésta es más bien temática. Esto es sintomático, quizás, de que el arte se ha vuelto cada vez más teórico, no sólo más conceptual, también más teóricamente abstracto. Esta abstracción hace que el discurso sea muy maleable, que dé para muchas notas de prensa y textos curatoriales, pero que rara vez encuentre su objeto, no digamos ya que incida sobre éste. En el mejor de los casos esto permite una un encuentro entre pensamientos de artistas, comisarios y teóricos en el mismo plano, puesto que nadie puede reclamar su especialidad en un campo que es por principio indisciplinado, en el peor de los casos esta maleabilidad opta por la vía de menor resistencia reproduciendo posiciones de poder, la teoría se convierte en un discurso de autoridad.
Por lo tanto, y continuando con la dependencia de esta interdiscursividad, ¿se puede decir que el museo tiene voz propia?
Ute Meta Bauer, en la publicación en la que se acuña el término «nuevo institucionalismo», distingue a estas instituciones por poner el “discurso primero”. En España, este sería el modelo que aplica muy bien Jorge Ribalta en el MACBA[10]. Desde el departamento de Programas Públicos se hace primero una labor prospectiva o de investigación teórica sobre un problema que después se materializa en la exposición. Esta es una fórmula que funciona muy bien a nivel expositivo cuando están Jorge Ribalta y Manuel Borja-Villel en el MACBA; porque Ribalta es teórico, artista y comisario, y piensa en esos términos, consiguiendo exposiciones muy buenas a partir de proyectos de investigación. Hay un círculo virtuoso donde ese «discurso primero» funciona porque no significa la primacía de lo escrito o la teoría, significa que las instituciones investigan y es esa investigación la que después da fruto a una exposición que a su vez puede desencadenar otras vías investigadoras. Es decir, no se trata tanto de que haya un discurso como de que haya una investigación en marcha y permanente para la cual una exposición no es un punto de conclusión, sino un momento más de un proceso que no termina. Pero esto implica un compromiso muy fuerte de la institución con este modelo, pues es mucho más fácil externalizar esa investigación. Por otro lado, comprometerse con una investigación a largo plazo, como proyecto institucional, significa –o debería significar– tomar el propio museo (y no sólo la exposición), como institución compleja como campo de experimentos. Que esta investigación no se aplique sólo a las actividades públicas (publicaciones, exposiciones, seminarios), que afecte necesariamente también al modo de entender todo el otro aparataje complejo en la que se sostiene. Por poner un efecto burdo, si queremos investigar el trabajo afectivo, pensemos en cómo podemos erradicarlo en nuestra plantilla, pensemos en esas becarias o guías cuyo trabajo afectivo estamos exprimiendo, pongamos eso en el centro. Esa es una tarea pendiente, y la forma más directa en la que el museo puede ayudar a un arte cada vez más teórico a aterrizar sobre su objeto, a perder parte de su abstracción.
Es preciso tener en cuenta dónde se circunscribe este «aparataje teórico», tanto previo como posterior a la exposición, pero observamos la proliferación de una misma tipología museal heredada de una suerte de multiculturalidad terciadora, que puede afectar negativamente en el compromiso sobre lo local. ¿Son posibles las formas de inserción institucionales propias?
Siempre se trabaja localmente, no se puede trabajar en otro terreno. Quienes habitan el terreno global son las élites transnacionales, que no van a ser nunca aliadas de prácticas artísticas emancipadoras. Que el mundo del arte se haya dedicado a ofrecer un espejismo amable de la movilidad ilimitada de este restringido grupo es una consecuencia desdichada de su creciente dependencia de éste. En el polémico artículo de Triple Canopy “International Art English”[11] donde se parodiaba el lenguaje de la nota de prensa en e-flux, donde todo el mundo habla con una misma retórica pseudo-filosófica, pero donde la mayoría lo hace en un inglés torpe y pedestre, salía a relucir por un lado, como apuntó bien Hito Steyerl, los complejos mecanismos de exclusión de este “mundo del arte global”, y por otro, lo mucho que de hecho compartimos de manera chusca y burda, como el inglés que hablamos, pero permitiéndonos establecer ciertos puntos de partida comunes. El museo es uno de ellos, el modelo heredado es europeo, romántico, idealista, infinitamente problemático, pero se ha convertido en un punto de partida común sobre el que se puede reflexionar, comparar, aprender, compartir… Si el museo quiere sobrevivir en un sentido que vaya más allá del display de grandes colecciones tendrá que insertarse en múltiples localidades, de preguntarse para qué sirvo yo aquí, pero desde esta óptica en red. Si no haríamos más que regresar a un museo dedicado a la gloria nacional, regional o municipal, y francamente.
Recientemente hemos visto cómo se multiplican las opciones de formación educativa, en curaduría o museología, que en algunos casos emplean el museo como escenario de aprendizaje real, participando en muchas ocasiones en la retórica del «valor social» tratada anteriormente. ¿Qué reciprocidad se podría establecer en estas relaciones de interpelación?
La universidad se está reconvirtiendo muy rápidamente en un mercado, y las humanidades dentro de esta reconversión no están saliendo muy paradas. Los cursos de comisariado, que comenzaron cubriendo una necesidad real de formar a personal especializado, ahora funcionan en parte como lifestyle degrees, prometiendo una vida supuestamente glamourosa, pero que a la mayoría de los graduados le eludirá siempre. El problema es que se trata de cursos vocacionales, aplicados, para una profesión sobre-suscrita en la cual no hay criterios claro de entrada. No hace falta un máster para ser comisario, pero seguramente si hace falta tener algo de dinero disponible, capacidad para viajar, tiempo libre… Por otro lado, el modelo de curso de comisariado a menudo se basa en una especie de vacío epistémico, hacer un curso sobre “cómo hacer exposiciones” en los que cualquier consideración técnica queda relegada frente a asignaturas, las más de las veces de corte teórico o histórico, es un poco como hacer un curso sobre “cómo escribir ensayos”. De nuevo, aquí hay una delgada línea entre la voluntad antidisciplinar y el amateurismo salvaje. Los museos se benefician de esta sobre-abundancia de estudiantes de comisariado, no sólo porque pueden integrarlos como “becarios” mientras estudian, sino porque éstos contribuyen a generar un ejército laboral de reserva que les permite mantener a personas en plantilla con unos sueldos que realmente hacen llorar. Si los museos quieres establecer algún tipo de reciprocidad con los estudiantes que invierten tantísimo en formarse como comisarios, lo primero que deben hacer es poner fin a estas prácticas, dejar de llamar enseñanza a lo que es explotación y genera un mercado laboral más justo y paritario, donde un director no cobre hasta diez veces lo que un empleado.
Esta demanda necesaria que exige atender la crisis de la vertiente pública de las instituciones, ¿tiene o debe tener una procedencia determinada?
La demanda tiene que venir desde la gente que utiliza los museos. Podría pasar con los museos lo que está sucediendo con las bibliotecas en mi ayuntamiento, consiguen cerrarlas cuando están en zonas acomodadas donde la gente tiene espacio en casa para leer y dinero para comprar libros. Si no hay una demanda real externa para que los museos continúen existiendo sin convertirse en vanity projects de grandes coleccionistas, el declive será imparable. Un proceso de renovación real, pasaría por exigir un diálogo con la institución, que además cada vez es más fácil de reclamar y para el museo resulta cada vez más difícil de ignorar. Pasaría, por ejemplo, por demandar que ese valor social se definiera entre todas, que no se diera por supuesto que pasearse por una exposición mientras te la explican, o acudir-a-un-taller-con-un-artistas-mientras-estás-en-riesgo-de-exclusión-social, resulta automáticamente valioso. Creo que la única posibilidad de transformación real pasa por ahí, porque a nivel interno no suelen haber fuerzas suficientes para las transformaciones radicales, incluso cuando hay voluntad. Pero claro, la pregunta sería si a estas alturas hay una masa crítica suficiente, a la que le interese lo suficiente el museo como para levantar esa demanda. Espero que sea así.
[1] Richard Sandell, «Museums as Agents of Social Inclusion», Museum Management and Curatorship, vol. 17, no. 4, 1998, pp. 401-418.
[3] Los usos del “valor social” en este contexto son demasiado complejos para ser examinados en detalle aquí, un uso particularmente perverso es el de los “Social Impact Bonds” que permite al estado “externalizar el riesgo” en la inversión social haciendo, según un patrón ya familiar, que el impacto social se convierte en un nuevo “mercado”. Al respecto, vale la pena leer Emma Dowling, “In the Wake of Austerity: Social Impact Bonds and the Financialisation of the Welfare State in Britain”, New Political Economy, September 2016.
[4] Recomiendo, en este sentido, leer la tesis doctoral de Gloria Romanello, El conocimiento de los públicos y la gestión de las instituciones culturales, Universitat de Barcelona, 2016, http://www.tdx.cat/bitstream/handle/10803/385278/ROMANELLO_TESIS.pdf?sequence=1
[5] Los estudios de Paul J. DiMaggio, Michael Unseem y Paula Brown, (Audience Studies in the Performing Arts and Museums: A Critical Review,Washington D.C.: NEA, 1978), supone un contrapunto estadounidense de los estudios francocéntricos de Bourdieu. Ambos confirman, en cualquier caso, la importancia de los ingresos y el nivel de estudios en los públicos de museos. En España, el primer estudio sistemático y extenso de públicos lo publica Elosia Pérez Santos en el año 2000.
[6] E. Hooper-Greenhill, “Counting Visitors of Visitors Who Count?” en R. Lumley, The Museum Time Machine, Comedia-Routledge, Londres, 1988.
[7] F. Matarasso, Use or Ornament? The Social Impact of Participation in the Arts, Comedia, Stroud, 1997.
[8] He hablado de esto en otra ocasión, aquí http://lafundicio.net/blog/tag/yaiza-hernandez/
[9] J. Hoffmann, “The Curatorialization of Institutional Critique” en J. C. Welchman (ed.), Institutional Critique and After, JRP/Ringier, Zurich, 2006.
[10] J. Ribalta, «Experimentos para una nueva institucionalidad», Objetos relacionales. Colección MACBA 2002-2007, MACBA, Barcelona, 2009, pp. 225-265.
[11] https://www.canopycanopycanopy.com/contents/international_art_english y la respuesta de Hitoy Steyerl, http://www.e-flux.com/journal/45/60100/international-disco-latin/
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