Síntomas mórbidos en el cubo blanco

 

Los espacios públicos y los espacios de la cultura [1]

 

Confieso que se me atragantó un poco el lema de este encuentro: “Recuperemos el espacio público a través de la cultura”. No porque sea mal plan, recuperar espacios comunes siempre está bien aunque haya que recurrir a la cultura entrecomillada para ello. Se me atragantó porque armoniza demasiado bien con la retórica que muchas instituciones han movilizado durante las últimas décadas para hacer justo lo contrario. La “cultura” se sobreentiende institucionalmente no como “toda una forma de vida” en el sentido que le daba Raymond Williams, sino como algo más selecto, restringido y, por tanto, “valioso”, algo que merece su propio espacio (el suyo, el de los suyos, no el del todo el mundo, no un espacio “público” en un sentido fuerte no meramente estatal). Si vamos a reivindicar que la cultura (en este sentido tan parcial como abstracto) puede ser un, o incluso el elemento más efectivo de procuración de este espacio público, haremos bien en atender a la multitud de ocasiones en que esta reivindicación ha resultado espuria. Por no ir muy lejos, pensemos en las tres últimas décadas, en las que hemos visto aumentar exponencialmente el número de museos, auditorios, centros de arte o incluso “ciudades” de la cultura en el estado español.

Para dar cuenta rápidamente de lo que sucedió en esta era expansionista, me centraré en un ejemplo que no por ser biográfico es menos representativo. Cuando en 1991 me marché de Santa Cruz de Tenerife, el lugar donde crecí, la ciudad––hoy con poco más de 200.000 habitantes––estaba ya bastante bien surtida de espacios culturales: una sala de exposiciones, archivo, biblioteca y filmoteca del gobierno (La Casa de la Cultura); el Centro de la Fotografía del Cabildo, dos salas de exposiciones del Ayuntamiento (La Recova y Los Lavadores), un espacio para talleres (en el Parque Viera y Clavijo), una biblioteca, un museo de Bellas Artes y un teatro-auditorio (Guimerá) también municipales. También había una puñado de galerías privadas (Leyendecker siendo la más prominente), varios cines (el del colectivo Yaiza Borges, del que mis padres formaron parte, había cerrado unos años antes) y algunas salas de financiación privada (COAC, CajaCanarias, Círculo de Bellas Artes…). Estoy segura de que me dejo algo.

Como adolescente visité estos espacios en muchas ocasiones. En casi todos ellos las programaciones eran lo suficientemente caóticas como para que nunca supieras qué ibas a encontrarte, un día tocaba neovanguardia italiana, al otro figuritas de miga de pan provenientes de un centro de día. Lo que el llamado “sector cultural” reclamaba––y yo de adolescente me sentía muy parte del sector cultural––era una mayor profesionalización de esos espacios (¡muerte a las migas!), más “criterio” artístico, menos sobrinos de políticos al mando. Reclamábamos secretamente que fuera gente “como nosotros” los que decidieran la programación, apelando a lo que especulábamos debía suceder en las ciudades serias. He vuelto a pensar muchas veces en ese modelo que albergaba bajo un mismo techo cuadros a punto de cruz y cine de Herzog, ese que entonces hacía desesperar a los “entendidos” pero regresa ahora como una segunda naturaleza mediante técnicas de programación-marketing diseñadas para atraer de vuelta al museo a “toda una forma de vida” (y con especial ahínco a esa parte de la vida que se ocupa de consumir).

La respuesta a estas demandas de más profesionalización y de programaciones con más criterio se pretendió resolver––como casi todo en España por aquella época––a golpe de hormigonera.[2]

La conjunción de la fiebre constructora con la de “promoción” regional y urbana, nos dejó a las puertas de la crisis con una de las mayores densidades de infraestructuras dedicadas al arte de toda Europa. A Santa Cruz le tocó quedarse con un auditorio y un recinto ferial del ubicuo (e imperdonable) Calatrava y un enorme museo, el Tenerife Espacio de las Artes (o TEA) diseñado por los super-suizos Herzog and De Meuron (inmuebles cuyo coste millonario permanece en la semioscuridad). En la web de los arquitectos el TEA se describe como “un nuevo y vital espacio para personas de todas las generaciones con intereses varios”, nos dicen que “el acceso al centro será posible desde todos los laterales” y que “un nuevo camino público cortará diagonalmente el complejo del edificio conectando lo alto del Puente Serrador con la desembocadura del Barranco de Santos”.[3]

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En la práctica, el TEA reúne a bien poca gente. Más allá de la que acude a la biblioteca (de acceso gratuito y grandes problemas funcionales) o a comer en su restaurante de diseño H&dM, apenas hay nunca un alma. El acceso es libre siempre que se pague el precio de la entrada. Es cierto que hay un camino que atraviesa diagonalmente el museo y es transitable sin pagar. Antes también había un camino, seguramente para mucha gente menos atractivo, poblado por infra-viviendas y bares de mala reputación. Durante el intervalo que precedió a la construcción del TEA, el terreno que éstos dejaron fue tomado por un aparcacoches espontáneo con gran sensibilidad cromática que, personalmente, me parecía de lo más fabuloso de la ciudad.

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El camino que hoy atraviesa el TEA es menos público que ese terreno baldío que reemplazó. Un lugar vigilado por cámaras y guardas de seguridad, donde no es posible pasar la noche ni manifestarse, donde reunirse a la interperie––a pesar de la “eterna primavera” isleña––no sería practicable. Un lugar que se describe mejor según ese eufemismo que ha venido a describir la nueva normalidad urbana de las sociedades de control: los espacios “semi-públicos”. A un lado del TEA está Cabo-Llanos, optimistamente tildada de “milla de oro” de Santa Cruz, un barrio nacido ya sobre el desplazamiento de poblaciones de pescadores cuando en los setenta sirvió como ensanche de la ciudad y donde se ubica ahora la zona de nueva construcción de viviendas “de alto lujo” (algunas de las cuales quedaron sin terminar). Al otro lado está la constelación de las calles Bravo Murillo, La Noria y Miraflores, un barrio de puerto y mercado donde tendía a centrarse la prostitución y el trapicheo, convertido ahora en zona de ocio con inmuebles antaño denostados y hoy tratados como “centro histórico y patrimonial”. Esta historia de desarrollo urbano y gentrificación abriéndose paso gracias a la “cultura” es ya lo suficientemente familiar como para no tener que dar más cuenta de ella aquí. Pero valía la pena recordarla para ser cautelosas antes de afirmar que la cultura sirve para reclamar espacios públicos. En nuestra memoria reciente, muy al contrario, la cultura ha funcionado como un velo tras el que se escondían nuevos cercamientos y desposesiones.[4]

 

Buenas prácticas

Mientras en general se asistía con una mezcla de indiferencia y perplejidad a la proliferación de centros artísticos de arquitectura-postal, el sector cultural se congratulaba. Todo el mundo merecía tener acceso a la cultura profesionalizada y con criterio, pero además, sin que nadie lo hubiera reclamado, ahora para ello era necesario contar con flamantes edificios, nutridos equipos y sillas de Vitra™. El precio a pagar por tanto cemento pulido a nuestros pies fue un grado de injerencia política con cierta gracia folclórica (la cabellera “moderna” de Consuelo Císcar, el pabellón murciano en la Bienal de Venecia), pero no por ello menos criminal, demandando además––y a menudo obteniendo––una pasividad y connivencia descorazonadora. Un recuerdo persistente de que una dictadura de largo recorrido no se va sin dejar huella.

 

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La respuesta sectorial más articulada ante esta situación fue la elaboración de lo que se conoció como el “Manual de Buenas Prácticas”, un documento deontológico de carácter no normativo cuyo mayor logro fue la apertura pública de convocatorias para la selección de directores en algunas instituciones en lugar de la designación de “cargos de confianza” que venía siendo habitual. Una victoria importante contra el nepotismo, pero algo pírrica si recordamos que el documento se firmó a principios del 2007.[5]

Su lectura revela una ceguera casi trágica respecto a las condiciones del momento. Así, por ejemplo, se pide que se elabore un proyecto artístico teniendo en cuenta la opinión de “expertos e interlocutores de mundo del arte” antes de dimensionar los requisitos del nuevo inmueble. Aunque esta petición sonaba a sensata, también servía para reforzar la idea de que eran necesarios nuevos inmuebles (“un elemento estructural de gran importancia es… un equipamiento arquitectónico que posea las características físicas, espaciales y tecnológicas adecuadas”). Éstos servirían, por un lado, para dar paso a “la atracción del turismo cultural, la rehabilitación de entornos urbanos degradados, la proyección exterior de la localidad/autonomía/estado, etc.” según los deseos de los políticos, y por el otro, para desarrollar un “proyecto artístico”, según los deseos del “sector”. Esta complicidad con políticas de depredación urbana se otorgó a cambio de nada, pues casi ningún inmueble ya requeriría de tal proyecto.[6]

Con una falta de tempo parecida, el documento aboga también por la celebración de oposiciones para todos los puestos laborales excepto los de dirección, a pesar de que las oposiciones estaban a punto de pasar a la historia para ceder el paso a los mini-jobs. Lo cierto es que así reafirmaba una absurda jerarquía ya de facto establecida que exageraba la diferencia entre una plantilla de funcionarias (entendidas injustamente como meras ejecutoras de una función) y un director (pretendidamente el único) pensante al mando.[7] Ante el peligro del político que persigue la intimidad cotidiana, la rendición de cuentas según este Manual se reduciría a “informar una vez al año de los planes del director”. No dudo de que las intenciones de sus signatarios fueran honestas, pero el documento revelaba––quizás sin pretenderlo––un deseo de asegurar para su gremio la misma capacidad de funcionar “sin interferencias” de la que disfrutaban los políticos: la delegación total.[8] Esto también pronto dejaría de parecer aceptable.

Como veremos más adelante, mientras en España se intentaban afinar los términos de una financiación estatal a punto de desmoronarse, a nivel europeo ganaba terreno un modelo anglo-americano de gobernanza cultural basado en el tratamiento sistemático de la cultura como industria cultural fundamentalmente preocupado por generar nuevos mercados artificiales.[9] La coexistencia de ambos modelos ayudó a que, en ocasiones, las reinvindicaciones sectoriales parecieran contradictorias o incluso incompatibles. Así, por ejemplo, en un mismo documento (el “Documento de Medidas de Apoyo al Sector del Arte” del 2011) se reivindicaba una ley de mecenazgo “con las máximas desgravaciones” ofreciendo como contrapartida seis compromisos, todos ellos orientados a promover la “producción cultural nacional”.[10] Pero además, dicho documento contenía la siguiente frase que dejaba un pie atrás: “Se utiliza a menudo la cultura como elemento que apuntala el discurso político sin que las declaraciones se acompañen de la necesaria generosidad presupuestaria” una declaración que casi parecería aceptar formalmente el quid pro quo de solvencia económica por propaganda electoral al tiempo que presentaba una objeción meramente cuantitativa.

A pesar de ello fue la ley de mecenazgo la reivindicación que más se priorizó mediáticamente. En lugar de oponerse a la reconversión en industria que tenían a la vuelta de la esquina, el “sector” le fue allanando el camino, contando para ello con el apoyo de poderosos lobbies provenientes del mundo financiero.[11]Esto se podría achacar más a una incapacidad para hacerse una idea adecuada del presente, que a un esfuerzo consciente por cambiar el modelo (la premisa ingenua era que la generosa subvención estatal sobreviviría a la introducción de incentivos fiscales del mecenazgo). Pero incluso así, es difícil no ver en ello el signo de una apatía política generalizada disfrazada de reivindicación pseudo-sindical. Sólo un poco de curiosidad hubiera bastado para descubrir hacia dónde soplaba el viento.[12]

Avanzar en esa dirección era cavar la propia tumba, el grueso de los profesionales del arte en España no habían adquirido el saber-hacer comercial (o siquiera administrativo) que este nuevo modelo exigía. No por falta de capacidad, sino por falta de experiencia, pues estas habilidades nunca les fueron requeridas.[13] Es innegable que los políticos destruyeron el potencial de muchos proyectos (tanto el TEA como el IVAM correrían esa suerte), pero la batallita entre la “autonomía” de los directivos y los deseos de meterse a comisarios de los políticos se fue inflando en la imaginación gremial hasta adquirir unas dimensiones épicas que nunca llegó a tener. Las verdaderas tensiones entre mandos políticos y puestos directivos se saldaron siempre con la eliminación (a menudo fulminante) de estos últimos. Una tensión sostenida y sectorial no habría sido siquiera viable. En primer lugar, a pesar del halo de singularidad con el que se rodean, la principal característica del director de un museo de arte contemporáneo consiste en resultar (para bien o para mal) infinitamente sustituible: los aspirantes a la profesión superan masivamente los puestos existentes. Por otro, los elevados sueldos de los directivos en relación a las trabajadoras de sus equipos (y en ocasiones también respecto a sus colegas europeos) sirvieron como una efectiva medida de apaciguamiento y quiebra de solidaridades.

La focalización en el problema de la injerencia política (que no por ser residual era menos real) había servido para esconder un acuerdo tácito entre los directivos y la clase política gracias al cual muchos espacios culturales pudieron funcionar durante años sin preocuparse por las cosas que le quitaban el sueño a otros colegas en otros países: competir por la captación de fondos, organizar saraos para mendigar a los patronos, aumentar las income streams, diseñar estrategias de marketing, llenar las salas, atraer a “públicos minoritarios”… podríamos decir que estas instituciones funcionaron como espacios infra-administrados. Sus únicas obligaciones inapelables se reducían en muchas ocasiones a complacer a la prensa local (a su vez fuertemente dependiente de las subvenciones públicas) y a proporcionar al consejero de turno suficientes oportunidades de fotografiarse rodeado de “cultura”.[14]

La posibilidad de despreocuparse por la cuantía del público permitió, sin duda, un margen programático envidiable. En realidad, siempre que se mantuviera una distancia preventiva frente a las actuaciones de los patronos (evitando hablar de la política local/regional/estatal según el caso) era posible hacer casi cualquier cosa. Así pues, resultaba infinitamente más fácil hablar sobre luchas anticapitalistas globales, que sobre planes urbanos municipales.[15] Algunas personas con buen criterio fueron capaces de diseñar programas exquisitos que en otros lugares seguramente hubieran sido descartados por su falta de “tirón”. Desafortunadamente la carta del “criterio” se jugó con demasiada facilidad para quedarse cómodamente entre “los nuestros”, para reducir el fantasma del “público” al fantasma del “sector”, un gesto que se justificó estrechando artificialmente la distancia que separaba las salas vacías del “venderse al espectáculo”. El potencial de la época expansionista residió en la posibilidad de no renunciar ni a las programaciones críticas, ni a la contrastación o incluso conformación de éstas con un público amplio, constitutivamente contradictorio, agonista e inabarcable. Pero excepto en salvadas ocasiones se quedó en eso, en potencia. La idea del “público” como un rebaño dócil, una masa informe abandonada a la seducción, perduraría incluso cuando éste se imaginaba singularizado como un conjunto de “múltiples minorías”.[16]

Es difícil entender por qué la creencia en el propio programa no fue unida a algo de impulso proselitista, pero el deseo de compartir no encuentra mucha cabida cuando la opacidad se convierte en norma. El oscurantismo en las instituciones artísticas españolas––combinado con algo de paranoia versallesca––no sólo ha operado hacia el afuera, también ha campado a sus anchas internamente. Como he sugerido, intra-institucionalmente se ha utilizado, por un lado, para poder tomar decisiones sin tener que dar cuenta pormenorizada de ellas a quienes pretendían interferir indebidamente, por otro, para perpetuar la fantasía operativa de que el trabajo de los de arriba era lo suficientemente valioso para justificar la empinadísima escala salarial. Más o menos los mismos usos que la opacidad tenía a nivel externo.

 

Síntomas mórbidos

Tengo serios problemas para ponerle título a las cosas y este que me ha salido ahora tampoco es gran cosa, pero la citadísima frase de Gramsci que parafrasea me parece oportuna. A saber: “la crisis consiste en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no consigue nacer, en este interregno surgen toda una serie de síntomas mórbidos”.[17] Gramsci entendía las crisis no como un fenómeno excepcional, sino como un proceso continuo e inherente al método de producción capitalista al que sirve como motor. Es decir, la crisis no debía ser la ocasión de ponernos apocalípticas, sino la de reconocer mejor el sistema a través de sus momentos de fractura y recomposición. Pero a pesar de la centralidad que le otorga, Gramsci no describe la “crisis en sí”, sólo múltiples crisis de un tipo u otro. La frasesita de marras se refiere a una “crisis de autoridad”, aquella que aparece en ese momento en el que la clase dominante ha perdido el consenso. Ya no lidera, pues nadie piensa ya que marque el camino a seguir, pero a pesar de ello sigue ostentando el poder. Huelga decir que la frase es tempestiva en un sentido más amplio, pero viene aquí a colación para señalar una “crisis de autoridad” más pequeñita, la que concierne a los guardianes institucionales del arte contemporáneo en el estado español. Y recordemos también que Gramsci ligaba esta crisis al problema de la “generación más joven”, aquella a la que sólo la coerción de lo moribundo le separa de la hegemonía.

En la escena de este interregno, el “sector cultural”––culpable o cómplice de exuberancias y despropósitos particularmente espectaculares––aparece como el destinatario ideal, merecido y necesario de las políticas de austeridad.[18] Esta lógica ha calado incluso (o incluso particularmente) entre los trabajadores culturales. Socializar con ellos hoy en día es exponerte a escuchar cosas como “esto vendrá bien para empezar a hacer las cosas de otra manera”, o “lo importante es generar proyectos interesantes y no dejar de hacer cosas porque no haya dinero”. El do-it-yourself se exhibe como signo de una independencia-casi-punk a pesar de lo mucho que ha demostrado ya sus íntimos lazos con el positivismo del “si quieres, puedes” neoliberal. Se construye así, a base de imaginación voluntarista, un universo paralelo donde la crisis no es más que un recurso para cribar a los parásitos del sistema y asegurar una mayor y más efectiva meritocracia. Ayn Rand para optimistas desesperados.

Su momento de verdad reside en que lo que venga después (no después de la crisis, meramente “después”) será el momento de los proyectos hechos “con más amor que recursos” y que los gestores que no aprendan a hacer las cosas “de otro modo” serán reemplazados. Su momento de patetismo es pensar que serán siempre los otros los que no reúnan “méritos”, los que resulten prescindibles, los que tengan que autoexplotarse para fingir que siguen vivos: pensamiento mágico en un sector cultural con un ejército industrial de reserva de dimensiones descomunales. Así y todo, muchos de los que ya entienden los términos de lo que está por venir, se lanzan a un aceleracionismo apasionado sobre todo lo que se niega a desaparecer lo suficientemente rápido. “Que gire de nuevo el bombo de esta lotería vital, a ver si de esta vuelta me toca algo”.[19] Todo parece apuntar a que esa generación más joven tiene razón. A que lo moribundo debe darse prisa en desaparecer y dar paso a una nueva hegemonía. Pero no todo lo que está por venir trae garantías de mejorar lo presente. Y en cualquier caso, no tiene sentido luchar para que salga el sol.

 

El sector, el criterio, el público

Este texto en sí mismo comienza a sonar mórbido, un análisis forense de cosas moribundas y muertos en vida. Si fuera cierto aquello de que nada justifica escribir sobre algo que no se ama o se admira, hasta comenzaría a sonar ilegítimo. Ese “sector cultural” ¿No habrá hecho nada bien, nada admirable o amable, durante los últimos veinte años? Creo que la pregunta es ociosa: el “sector cultural” no existe. La idea de que hay una cosa ahí, al alcance de la mano, llamada “cultura” es tan precaria como persistente. Pero imaginarla así, estática y disponible (aunque no delimitable) resulta tremendamente conveniente para salvaguardar del escrutinio tanto a los museos tradicionales como al inefable mercado del arte.[20] Sólo así, asumiendo que su objeto ya está dado, que no está en disputa, es posible concebir a una clase de profesionales que se ocupan de su producción, promoción y cuidado y a una clase de personas––los “cultos”––que se distinguen por su disfrute. La fantasía ideológica del sector cultural es la de una comunidad establecida a partir de un criterio compartido y del consenso que éste produce y reafirma. Su misión civilizatoria, el cultivo de las masas, pasaría por “avivar” una capacidad de juzgar innata que funciona como marca de humanidad (o falta de ella) pero que en ocasiones requiere de entrenamiento adicional. Da igual que lo llamemos “refinar el gusto” o “proceso deliberativo”, en ambos casos se trata de ejercitarnos para arribar a la sentencia adecuada, aquella que ya ha sido dictada de antemano.

La historia de una comunidad universal que se reconoce como tal en torno a “lo mejor que se ha pensado y dicho” es una historia poderosa pero con trampa. Las comunidades (como los espacios públicos) no se forjan sólo a golpe de obras de arte y el universalismo a priori es la mejor arma de exclusión masiva que hemos inventado. El “sector” en cuanto que operario y destinatario ideal del aparataje cultural, sirve para preservar la idea de comunidad al tiempo que la niega de facto. El “criterio”, su salvaguarda, se naturaliza e invisibiliza permaneciendo convenientemente abstracto y elusivo.

Pero no estoy contando nada nuevo, llevamos por lo menos medio siglo diciendo estas cosas de la cultura.[21] ¿Hace falta más de lo mismo ahora, aquí? Esta es otra de las peculiaridades del paisaje cultural en el estado español. La retórica legitimatoria con la que se ha arropado ha pervivido sin grandes modificaciones durante un tiempo inusitado,[22] resistiéndose a tónicas más generales en otros países de su entorno donde ésta se ha tenido que adaptar a las demandas no sólo de la “crítica a la ideología”, sino del mercado. Ahora, como si saliéramos de un largo letargo, tomamos conciencia de la necesidad de “puesta al día”. Y esta puesta al día se presenta reiteradamente como recompensa de un único protocolo posible, aquel que pasa por poner “al público” (esos que no son del sector, esos sin criterio discernible), en el centro de todo. Un ejercicio que requiere someter “al público” al mismo ejercicio de hipostatización al que previamente se había sometido a “la cultura”.[23]

Para ello, como veíamos antes, hay una fórmula que requiere sólo un poco de inercia, una vuelta de tuerca más hacia la construcción de un mercado del ocio cultural donde el público siempre tiene la razón. Un modelo que sustituye la mistificación del valor presupuesto de la cultura en pos de su uso partidista, por la del capital ficticio que supuestamente moviliza; donde el estado queda parcialmente reemplazado por corporaciones-patronos de acuerdo con el signo de los tiempos. Para defender su viabilidad, basta apelar a macro-instituciones como la Tate, que pudo obtener en el periodo 2011-2012 unos ingresos de 113 millones de libras de los cuales “sólo” 32.8 m. habían sido aportados por el estado. Un ejército de fundraisers y una agresiva estrategia comercial hacen el resto (26.7 m. provienen de sus actividades comerciales).[24] A todas luces, el modelo de la “industria cultural” (ya plenamente integrado en la policy europea) parecería alejarse de cualquier compromiso con la “recuperación del espacio público” que se trataba en este encuentro de reclamar.[25]

Pero la cosa no es tan simple, la idea de espacio público es parte del marketing mix de los nuevos museos y aquí la apelación a la divina providencia del mercado también parece resolverlo todo. Frente a la tradicional indiferencia que nuestras instituciones han demostrado hacia el público, estas otras dedican una enorme cantidad de energía a atraerlo. El público en este escenario es, sin duda, múltiple y tremendamente complejo, singularizado mediante la abrumadora combinatoria de esos 440 elementos de datos que permite el sistema Mosaic™ para la clasificación de consumidores, procesado a través de complejos CRMs[26]… una lógica cuantitativa que permite dar a cada “perfil de público” aquello que según los cálculos reclama. Pero al menos putativamente, el interés no es sólo comercial. Como las grandes corporaciones, estas instituciones también están dotadas de responsabilidad corporativa (como un alma, pero sin consecuencias) y manejan alegremente pseudo-conceptos como la “inclusividad”, el “outreach cultural”, el “impacto social”… el newspeak de la post-política.[27] En España hay una institución que se ha encargado más que ninguna otra de avanzar esta actitud: la Fundación La Caixa. En sus convocatorias anuales de ayudas al “Arte para la Mejora Social” nos cuentan:

Las artes plásticas, la música, el teatro, la danza o la literatura pueden ser herramientas que traspasen su dimensión específicamente artística. Por este motivo, en la Obra Social “la Caixa” convocamos ayudas para proyectos de entidades culturales y de artistas que favorezcan el uso del arte y la cultura como instrumentos de intervención y transformación social.

Líneas de actuación prioritarias:

1. Promover actividades vinculadas a las artes plásticas, la fotografía, la música, la literatura y las artes escénicas como recurso de desarrollo personal e inclusión social.

2. Fomentar el papel activo de los colectivos participantes y de los profesionales del mundo de la cultura en actividades de carácter social.[28]

En sólo unas líneas encontramos un sutil pero elocuente desplazamiento desde la idea de “transformación” a la de “inclusión”. Al singularizar la “exclusión” como problema excepcional y restringido a personas o colectivos particulares, se proyecta la falsa imagen de una sociedad en la que el acceso a bienes, servicios y vínculos sociales básicos está garantizado para la mayoría, haciendo de la “inclusión” el único objetivo de cualquier intervención y volviendo así irrelevante cualquier intento de esa “transformación” más amplia a la que alude. Es posible pensar en la agenda de la “inclusión social” en las políticas de subvención de las artes, como un enorme ejercicio de redefinición de un problema––la distribución radicalmente desigual de la renta––en términos de otro––el acceso igualitario a (ciertos) recursos culturales; su retórica meliorativa deja intactas las razones profundas de aquello que pretende mejorar.

Pero ahora ya estoy pasando de la morbosidad a la necrofilia, así que trataré de concluir aventurando una modesta proposición. La cultura, nos decía Raymond Williams al principio del texto, es ordinaria, parte de un proceso social indisoluble, no una derivación, destilación, o “expresión” del mismo: la cultura es “toda una forma de vida”. No sería de recibo minimizar lo que esta expresión tiene de problemática. Como E.P. Thompson se aseguró de recordarle, hay poco que celebrar en “toda una forma de vida” que no resulte ser más que una forma de vida capitalista. [29] Más allá de ello, si la cultura abarca toda una forma de vida acabará coincidiendo con otro término igualmente problemático, la sociedad. La promesa entonces de que la cultura pudiera servir para negar una sociedad presente en nombre de otra venidera, resulta más difícil de imaginar. Las críticas de Thompson son justas, Williams no acabó nunca de aclararse con la cultura, tratando de hacer encajar esa cultura-total con la tradición de esa otra “cultura minoritaria” que había heredado en Cambridge.[30] Al final de su vida llegaría incluso a confesar “No sé ni cuántas veces he deseado no haber escuchado nunca la maldita palabra”.[31]

Sin embargo, nos dejó algunas pistas que siguen siendo útiles. Sólo una cultura común podrá no ser al mismo tiempo un documento de barbarie. Y esta cultura no será nunca fruto de un espíritu paternalista, basado en la difusión desde unos pocos hacia las masas (no se trata de “hacer llegar” la cultura a la gente, no se trata tampoco de esperar a que el pueblo “alcance” a la vanguardia). Si la cultura es común, la comunidad que la comparte no podrá haberse forjado en base a la prestación de “servicios culturales”, mucho menos a base de oportunidades individuales (de ser creativos o “sentir” la creatividad). Williams rechaza de plano estas ideas y nos ofrece otra a cambio, la de “solidaridad”.[32] Williams derivó su idea de solidaridad (seguramente gracias a unas románticas lentes rosas) de una creatividad instrínseca al trabajo socializado de la clase trabajadora, una solidaridad que no tenía que ver con compartir ciertas experiencias (visitar museos, pongamos por caso) ni una posición social, sino con un proceso complejo y continuo de colaboración colectiva, un proceso que tenía más de lucha que de celebración. Un proceso que, por otro lado, estaba siempre amenazado por su carácter defensivo, a un paso siempre de convertir lo común en otra máquina de exclusión. Pero aún así, la idea de Williams mantiene su fuelle. La cultura no es el vademecum de todo lo que “hay que saber”, más bien se trata de la conciencia de que queda mucho que aprender (aprender a vivir juntas, para empezar). Si no queremos renunciar al potencial emancipador que en algún momento quisimos endosarle (y recordemos que si lo hacemos lo único que dejará detrás será un montón de cachivaches) quizás se trate de afinar nuestro aparato crítico. En lugar de partir de un canon preordenado al que testamos en base a su capacidad para atraernos, entretenernos o despertar nuestras facultades estéticas o “críticas”, quizás lo suyo sea invertir el lema de este encuentro. Puede que no se trate tanto de pretender que sea una “cultura” ya dada la que nos permita recuperar el espacio público, puede que más bien debamos pensar que sólo allí donde reconocemos la construcción solidaria de un espacio común, podremos hablar propiamente de cultura.


1 Este texto fue preparado para su presentación durante las jornadas “Ens Toca! Recuperem l’espai Públic a través de la Cultura” organizadas por la asociación Amics de l’Ateneu Santboià en colaboración con la red Trans Europe Halles del 13 al 15 de junio de 2013. Agradezco a la organización y a La Fundició el haber pensado en mi. Durante las jornadas, problemas de disponibilidad de espacio hicieron que lo que iba a ser una charla de una hora, se quedara en poco más de 15 minutos. Mis propios problemas de tiempo me han impedido pulirlo más allá de esta forma provisional, pensada para ser escuchada más que leída; habla en general de realidades que, a nivel particular, poseen muchos más matices.

2 Una programación con “mas criterio” suena bastante parecido a una programación “más crítica”. No es exactamente lo mismo. Un criterio puede funcionar de modo que meramente oriente la subsunción, aceptando aquello que se ajusta a su norma y rechazando todo lo que queda fuera, un modus operandi más afín a los protocoles profesionales que a una crítica entendida también en sentido reflexivo y transgresivo.

4 Al respecto recomiendo Stefan Krätke, The Creative Capital of Cities, Wiley, 2011. En castellano y desde un momento anterior, David Harvey y Neil Smith, Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura, Barcelona, MACBA, 2005. Durante un tiempo (el tiempo en el que la idea de “ciudad creativa” fue creíble) ciudades como Barcelona y Bilbao se invocaron como “modelos a seguir” en el resto del mundo.

5 Véase, http://www.mcu.es/museos/docs/museosbuenaspracticas.pdf el documento fue resultado de las negociaciones entre el Ministerio de Cultura (del gobierno del PSOE con Carmen Calvo a su cabeza), la Asociación de Directores de Arte Contemporáneo, el Consorcio de Galerías de Arte Contemporáneo, el Consejo de Críticos de Artes Visuales, el Instituto de Arte Contemporáneo y la Unión de Asociaciones de Artistas Visuales y la Unión de Asociaciones de Galerías de Arte de España.

6 Post-2007 apenas se propusieron nuevo centros de arte. Salta a la vista, el Centro Niemayer de Avilés que inauguraría en 2011 habiendo comenzado sus obras en el 2008 sin proyecto artístico previo, pero con un boceto donado por el famoso arquitecto brasileño (!), éste cerraría antes del año reinaugurando después en manos de otra empresa gestora; la Cidade da Cutura de Galicia en Santiago de Compostela inauguró en el 2012 después de casi una década en construcción. Ambos nacieron ya como elefantes blancos. La Alhóndiga de Bilbao (inaugurada en el 2010) se ajusta a la lógica con la que Saatchi & Saatchi publicitó el Victoria & Albert Museum de Londres a finales de los 80 “un restaurante fantástico con un museo pegado”. Sólo que la Alhóndiga también tiene gimnasio, tiendas, cine…

7 Por el otro lado, esta demanda parecía ignorar la recurrente queja de que muchos funcionarios existentes habían obtenido sus puestos gracias al nepotismo (minando la credibilidad de las oposiciones). En el caso del arte contemporáneo, la frecuente inadecuación de sus perfiles era un truismo (los exámenes de reclutamiento estatal no distinguían entre tipos de museos, requiriendo a las candidatas saber tanto de numismática y malacología como de accionismo vienés). La distinción de géneros aquí es completamente intencional, el sexismo en el sector cultural está a la altura del sexismo generalizado en el estado. A pesar de que la inmensa mayoría de trabajadoras culturales son mujeres, es en los puestos directivos donde tienden a congregarse los varones.

8 “Las estructuras de gestión de los museos y centro de arte contemporáneo deben estar al servicio de la organización y de su capacidad para conectar con la sociedad… Tales estructuras han de estar caracterizadas por el principio de autonomía plena”, punto 1.2 “Documento Cero del Sector del Arte Contemporáneo: Buenas Prácticas en Museos y Centros de Artes”, op. cit. Por “delegación total” me refiero aquí (seguramente con vergonzante imprecisión terminológica) a la total devolución del poder en los órganos representativos, enfáticamente no a formas de “democracia delegativa” o “líquida”.

9 El informe de KEA sobre la economía cultural de Europa encargado por la Comisión Europea se publicó en el 2006 http://www.keanet.eu/en/ecoculturepage.html, la memoria del UNCTAD “Creative Economy––The Challenge of Assessing the Creative Economy––Toward Informed Policy-Making” http://unctad.org/en/Docs/ditc20082cer_en.pdf es del 2008. Finalmente, sólo tres años después de nuestro “Manual de Buenas Prácticas”, la Comisión Europea publicaría su “Libro Verde. Liberar el Potencial de las Industrias Culturales y Creativas” disponible aquí http://ec.europa.eu/culture/documents/greenpaper_creative_industries_es.pdf.

10 Este estaba firmado conjuntamente por los firmantes del MdBP con la adición de Mujeres en las Artes Visuales http://www.iac.org.es/medidas-de-apoyo-al-sector-del-arte-en-espana.

11 Me refiero aquí a la Fundación Arte y Mecenazgo http://fundacionarteymecenazgo.org/ impulsada por La Caixa que defiende, entre otras cosas, mayores incentivos fiscales para los inversores en arte mediante un proyecto de ley. Sobre las trampas, el falso filantropismo y las miserias del modelo angloamericano de financiación privada mediante “estímulos fiscales”, recomiendo la lectura de Chin-tao Wu, Privatizar la cultura, Madrid, Akal, 2007 y Paul Werner, Museum Inc. Inside the Global Art World, Chicago, Prickly Paradigm Press, 2006.

12 Sin necesidad de buscar online, o hablar idiomas, es España YProductions habían estado analizando esta nueva economía de la cultura unos cuantos años ya, por ejemplo en http://www.academia.edu/1076397/Producta_50_English_

13 Algo que sirvió para abrir un nuevo mercado en másters de formación técnica en museología, patrimonio, comisariado, etc. Ahora que las perspectivas profesionales de los jóvenes españoles se encuentran mayoritariamente en la limpieza de platos en restaurantes noreuropeos, es previsible que la capacidad de “importar” estudiantes no esté a la altura de este volumen de oferta.

14 Hablo de obligaciones y no de aspiraciones, sería injusto afirmar que el grueso de directores se limitó a cumplir con estos dos requisitos.

15 De hecho, en algunos centros proliferaron las programaciones donde la izquierda tematizada ofrecía una coartada política (subcontratada) que servía para disfrazar las mecánicas profundamente conservadoras sobre las que se sustentaban. Según se mire, un ejercicio de posibilismo o cinismo. Al respecto, vale la pena leer este artículo de Anthony Davis, escrito en el 2006 y aún vigente, así como el reciente comunicado de las trabajadoras del MUSAC escrito con ocasión de la dimisión de su directora Eva González-Sancho frente a las injerencias políticas (un gesto digno y casi sin precedentes a pesar de la ubicuidad del problema que, sin embargo, no impidió que otro candidato aceptara sustituirla inmediatamente).

16 La expresión, reminiscente del vocabulario identitario del multiculturalismo angloamericano, es del actual director del MNCARS Manuel Borja-Villel, en mi opinión (y en la de mucha gente de todos lados) uno de los mejores programadores en activo. Quizás por ello llama la atención que en un reciente artículo sugiere también esta falsa alternativa: “no se pueden construir programas de espaldas al público, pero no todos los centros han de ser lugares de seducción masiva. El que una actividad sea minoritaria no quiere decir que sea elitista. La sociedad se compone, de hecho, de una multiplicidad de minorías”. Algo que parecería requerir entonces un reparto consciente de las actividades del museo de modo que cada minoría reciba su parte (para unos puntos de cruz, para otros Herzog…). Sin embargo esta estrategia de “targetización” (disculpen el palabro) de públicos––muy extendida en otros lugares––por fortuna no se detecta en el MNCARS, lo que apunta a que, en realidad, estamos hablando de unas minorías no tan múltiples.

17 Antonio Gramsci, Selections from the Prison Notebooks, New York, International Publishers, 1971, p. 276.

18 Este fue, por ejemplo, el tono general del especial que el programa “Salvados” dedicó a estas infraestructuras bajo el título “Cuando éramos cultos”; un programa loable que llegaba una década tarde.

19 A pesar del entusiasmo con el que los trabajadores culturales han recibido las teorías sobre el “trabajo inmaterial” (de los que serían figuras paradigmáticas), esto no siempre ha venido acompañado de una mayor resistencia a los procesos de colonización de la vida que lo caracterizan. La auto-explotación competitiva (quién contesta más e-mails, quién duerme menos, quién viaja más) es sólo un síntoma de ello. Un buen recuento del papel de la “materia oscura” de trabajadores “sobrantes” del mundo del arte, aparece en Gregory Scholette, Dark Matter, Pluto Press, 2010. Con esto no quiero decir que cualquier intento de “tomar el relevo” esté condenado a caer en esta trampa. Maneras de hacer como las que comienzan a detectarse en algunas micro-instituciones como Bulegoa en Bilbao, e incluso otras más grandes como la Fundació Antoni Tàpies en Barcelona (apelo a ejemplos que me resultan cercanos, sin duda habrán más) apuntan a la posibilidad de una renovación sustantiva.

20 Aunque en la medida en que este último va asumiendo abiertamente su carácter de pura especulación, se hace también más inmune a dicho escrutinio. No es esta la ocasión de detenernos a hablar del mercado, pero vale la pena apuntar que mientras que éste tardó casi una década en recuperarse del crash de 1991 (cuando las obras de más de 10,000 dólares perdieron una media del 57.4% de su valor), los efectos de la crisis sistémica del 2008 se neutralizaron en sólo un par de años. Esto fue posible gracias a un ejercicio de enorme contracción, la fuerte irrupción del capital chino (que entre 2011 y 2013 superó en volumen al estadounidense) y–– lo que es más importante––a una nueva financialización del modelo de comercio (todos los datos provienen de http://www.artprice.com). La aparición de art stock-exchanges, que sigue siendo anecdótica fuera de China es sólo el síntoma más literal de esto. En este sentido, la obra de arte ya se ha convertido en la “mercancía absoluta” que anticipaba Adorno, si bien en una forma que él no pudo anticipar: puro valor de intercambio de capitales ficticios. Al respecto recomiendo la lectura de Mark C. Taylor, “The Financialization of Art” en Capitalism and Society, vol. 6, iss. 2, 2011 y Noah Horowitz, Art of the Deal, Princeton University Press, 2011.

21 Por no ir muy lejos, El amor al arte, los museos europeos y su público de Pierre Bourdieu, Dominique Schnapper y Alain Darbel vio la luz en 1969.

22 Jorge Luis Marzo en ¿Puedo hablarle con libertad, excelencia?, Murcia, Cendeac, 2010, sugiere que esta ha sido básicamente la misma desde los años cincuenta de plena dictadura hasta nuestro pasado más reciente.

23 Uno de los mantras más repetidos de la museología contemporánea es la reorientación de las instituciones desde el cuidado de las colecciones a la provisión de experiencias para el público, un mantra que ha encontrado firmes aliados en las estrategias de márketing de los inefables gurús Joseph Pine II y James H. Gilmore y su impagable The Experience Economy. Work is Theatre and Every Business a Stage (Harvard Business School, 1999, ed. rev. 2011)

24 Tate Annual Report, 2011-2012, http://www.tate.org.uk/download/file/fid/20451. Los extensos informes anuales no podrían estar más alejados de la opacidad normalizada en España. Lo que más se asemeja a este grado de detalle serían las memorias anuales del MNCARS (http://www.museoreinasofia.es/museo/memoria-actividades) o el Artium (http://www.artium.org/Castellano/AcercadeARTIUM/FundaciónArtiumdeÁlava/Políticadetransparencia/tabid/477/language/es-ES/Default.aspx) que aún así distan mucho da la transparencia-total (o data-dumping) que suelen ofrecer las instituciones con charitable status en Gran Bretaña. El IAC ha lanzado recientemente una campaña para monitorizar a las instituciones culturales y generar un “ranking de transparencia” entre ellas.

25 La página 2 del “Libro Verde” de las industrias creativas publicado por la Comisión Europea en 2010, ya sustituye la palabra “público” por “consumidores”.

27 Así, por ejemplo, Françoise Matarasso identificaría cincuenta posibles materializaciones de dicho “impacto social” de las artes, que iban desde “aumentar la autoestima y seguridad de la gente”, a “proporcionar una fuente única y profunda de disfrute”, pasando por “hacer a la gente más empleable” o “animar a la gente a que acepten el riesgo como algo positivo”. Françoise Matarasso, Use or Ornament? The Social Impact of Participation in the Arts. Stroud: Comedia, 1997. No deja de ser significativo que sea Comedia, la consultoría cultural de Charles Landry, adalid del modelo de regeneración urbana de la era de Blair basado en la panacea de la “ciudad creativa” quien publica este informe. No deja tampoco de ser significativo que algunos de los exponentes más representativos de la “nueva museología” británica, heredera de Bordieu y del pensamiento marxista, como Eileen Hooper-Greenhill o Richard Sandell, asociados a la facultad de Museum Studies de la Universidad de Leicester, acabaran también publicando en Comedia bajo el auspicio del gobierno de Blair (al respecto mi Tolerancia represiva, Consonni, 2014).

28 Mis cursivas, véase http://obrasocial.lacaixa.es/ambitos/convocatorias/arteparalamejorasocial_es.html , véase también n. 11 supra. El carácter “caritativo”, e  intrínsicamente conservador, de la “obra social” de La Caixa (y por analogía de la de cualquier otra entidad bancaria) se evidencia de forma mucho más material al reparar en que esta misma entidad ha sido responsable de haber arruinado a miles de personas vendiéndoles preferentes de forma ilegal, que esta entidad que patrocina albergues para gente sin techo y comedores comunitarios sigue ejecutando órdenes de desahucio a ritmo militar. Con sólo ampliar así el campo de miras, es difícil no sentir esta caridad como un profundo insulto.  Sobre las trampas y miserias del modelo angloamericano de financiación privada mediante “estímulos fiscales”, recomiendo la lectura de Chin-tao Wu, Privatizar la cultura, Madrid, Akal, 2007 y Paul Werner, Museum Inc. Inside the Global Art World, Chicago, Prickly Paradigm Press, 2006.

29 “La aspiración a una cultura común… es admirable, pero… el intento de crear una cultura común, como el de generar una propiedad común y construir una comunidad cooperativa, se tendrá que contentar sólo con éxitos fragmentarios mientras siga existiendo dentro de una sociedad capitalista”, E.P. Thompson, “The Long Revolution–II”, en New Left Review I/10, julio-agosto 1961, pp. 34-39, p. 36.

30 Williams había estudiado allí bajo F.R. Leavies. El contexto se describe de forma fascinante en The Moment of “Scrutiny” de Francis Mulhern (NLB, 1979) cuyo Culture/Metaculture (Routledge, 2000) ofrece una magistral introducción al peso de estas discusiones en el contexto de la new left británica.

31 Raymond Williams, Politics and Letters. Interviews with New Left Review, London, NLB, 1979, p. 87.

32 Sobre todo en Culture and Society, New York, Columbia University Press, 1983, pp. 328-334. Huelga decir que ésta tampoco está exenta de problemas, desde su versión simplistamente pragmática y power-blind en Rorty, al asistencialismo que acabamos de rechazar hace unos líneas. Desarrollo esta idea (en relación a lo que podríamos llamar su contrapunto dóxico, la idea de “arte autónomo” en Adorno) en Tolerancia represiva, 2014. Un buen comentario a la idea de “solidaridad” de Williams que la relaciona con el pensamiento de Deleuze y Guattari, aparece en Kenneth Surin, “On producing (the concept of) solidarity”, in Rethinking Marxism: A Journal of Economics, Culture and Society, 22:3, 2010, pp. 446-457.

 

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