Sobre un festival literario o las miserias del oficio

 
 

Publicado originalmente en Argumentos en busca de autor

 

Jiri Makovec 01
Foto: Jirí Makovec

Sospecha uno que si un festival es literario serán los escritores los protagonistas, como se espera que en los conciertos la música la interpreten los músicos, las obras de teatro las representen actores y los trasplantes de riñón los realicen cirujanos, cosas todas ellas insólitas. Es el peligro de confiarse a la lógica en una realidad que tiene el aspecto de un psiquiátrico a la intemperie. A nadie puede extrañarle entonces que a los festivales literarios les sobren los escritores. Me explico.

Hace unos días acabó un asombroso festival literario en la no menos asombrosa ciudad de La Laguna. Los organizadores decidieron, en un acto de bondad, invitarme a tres actos. Así, en pelotón. En la web de la cosa ya bailaba mi nombre antes de que uno hubiera dicho sí o no a esos compromisos. Debieron pensar los organizadores, tan generosos, que uno se dedica a escribir para que ellos puedan ganarse la vida, que uno prepara recitales, coloquios y encuentros para que ellos, en su divinidad, puedan justificar un presupuesto, que uno le cede unas horas de su vida a unos extraños a cambio de “detalles gastronómicos” y palmadas en la espalda.

Uno ha recitado en bares y subterráneos, ha charloteado en plazas, institutos o muelles de carga, ha conferenciado allí donde le pagaran algo, por miserable que fuera el trato o el escenario, uno no pidió nunca hoteles con estrellas, pero hacerle tres actos al prójimo a cambio de un plato de lentejas es algo que nunca pensé que me propondrían, excepto quizá en época de guerra.

Sé que no fui el único que despreció ese plato que nos dejaban en el suelo, y eso me reconforta. Aspira uno todavía a reunir las lentejas por su cuenta, a comerse el plato en su casa y a no mendigar.

Sí, lo sé, pide uno mucho, pero puestos a elegir prefiere uno ponerse a lo Max Estrella y comerse las pulgas.

No se sabe cómo, pero en este festival literario se remunera (según el estrepitoso correo que me envió su organizadora) a los actores, los cantantes y los músicos, también a los técnicos y diseñadores, pero no a los escritores, porque como todo el mundo sabe en los festivales literarios un escritor es algo innecesario y tautológico.

En este conmovedor festival la literatura fue, según sus organizadores, una cosa transversal, porque la literatura está en todos y todos en la literatura, como el Dios del panteísmo. Según esa doctrina cuando tengamos un festival de música habrá que invitar a entomólogos para interpretar a Stravinski o Arvo Pärt, cuando se acerque un festival de teatro tendremos sobre los escenarios a escayolistas y fontaneros, que son gente muy apañada y transversal, capaz de representar a Mayorga o a Sófocles sin excusa y sin ensayo, y si asoma un congreso internacional de filosofía las discusiones sobre Sloterdijk, Zizek o Habermas se las encargarán a concejales y asesores de lo público, tipos capacitados para refutar al más pintado y sacarse sus antinomias del neocórtex.

En el inolvidable correo de la organizadora se afirmaba que solo se pagaba a los escritores que realizaban “un trabajo previo de escritura”. Esto significa que los poemas que se leen en los recitales no están escritos o son improvisados para el acto, o según otra posible interpretación esos poemas no han necesitado trabajo alguno, que es la idea que muchos tienen de ese ejercicio de la inteligencia al que llamamos poesía.

No quisiera uno que su oficio fuera más que el de un albañil, un jardinero o un taxista, pero tampoco que fuera menos.

Este es el país que nos tocó vivir, esta la época. Con ella o contra ella haremos nuestra literatura. Para defendernos de tanta masa encefálica al servicio de todos no valdrá con una trinchera, tampoco con un muro. Es en nosotros, en nuestros acomodados cerebros, donde sigue multiplicándose el cáncer.

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